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LA ESCUELITA DE DON RAMÓN ROSA

Del libro “Mi maestra escolástica”, de don Ramón Rosa, sale una imagen que, a pesar de lo que logró esa mente prodigiosa, no se diferencia (a más de cien años de distancia) de una realidad cotidiana en nuestra niñez: la escuela pobre, casi inexistente, que sobrevive más por milagro y esperanza que por tener una base en nuestra realidad:

Si la vista de mi maestra me causó extraordinaria y dolorosa impresión, también me la produjo el aspecto de la pobreza, rayana en la miseria, que mostraba la honrada casa de mi escuela. La pequeña sala, que estaba cubierta entre dos cuartitos llenos de lobreguez, tenía las paredes revocadas con tierra blanca, y su techo estaba cubierto de mal ajustadas tablas, blanqueadas con cal, podridas por las goteras, y en las que no escaseaban telarañas de todas formas.

En cuanto al mobiliario, aparte del butaque de mi maestra, atenuadas las primeras emociones que me sobrecogieron, bien pude formar el pequeñísimo inventario que sigue: Una antigua banca de ocote fino, como de cuatro metros de largo por medio de ancho; en ella ponían las discípulas sus pañolones y los discípulos sus sombreritos. Sobre la banca, y en la medianía de la pared, pendía de un clavo jemal una imagen de Nuestra Señora del Carmen; la silla, de alto respaldo de propiedad de ña Encarnación, hermana mayor de mi maestra; y una mesa de pinabete, que a duras penas podía sostenerse y que, entre dos reglas carcomidas tenía un cajón o gaveta que se abría tirando de una cabuya en forma de gaza o agarradera.

Al pie de las paredes que formaban el cuadrilongo de la sala, se hallaban sentadas mis condiscípulas, con sus canastas de costura, y mis condiscípulos con sus cartillas de San Juan, sus Catecismos por el padre Ripalda, sus Cánones Cristianos y sus cartas manuscritas según el grado de su aprovechamiento.

Por lo que llevo referido, se deja ver que mi escuela era mixta, al estilo norteamericano, pues vivíamos bajo el mismo techo escolar niños y niñas de todas las las clases sociales. También era gratuita. Mi desinteresada maestra no cobraba ni un centavo por su enseñanza. Si los padres de familia le hacían algún obsequio, lo recibía con agrado y reconocimiento; si nada le obsequiaban, quedaban tan satisfecha como si le hubiesen hecho los mayores presentes. Igual carácter tenían las demás escuelas primarias, por lo común, dirigidas por señoras y señoritas solícitas y virtuosas, entre las cuales se contaban la maestra Bernardita, las maestras Borjas, la maestra Isidra Díaz, y la maestra Eustaquia Gil. ¡Que en alguna parte reciban la recompensa de sus trabajos en pro de la enseñanza de los pobres niños de su pueblo!
Y ahora, Usted también lo sabe.

 

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