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RAMÓN ORTEGA, NUESTRO POETA DESVENTURADO

Vamos hoy a disfrutar de una nueva página de nuestra historia poética gracias al sitio de internet de Casasola Editores y al artículo que en ella aparece de don Oscar Castañeda Batres:

Ramón Ortega (1885-1932), poeta nacido en Comayagua, la Valladolid colonial, tiene en sus versos el tono conventual, triste, nostálgico, de su provincia, de su adormecida ciudad, que él supo retratar con mano maestra en esta cuarteta:
Filas de caserones de vieja arquitectura
que en el portón ostentan el signo de la cruz;
sobre la calle hosca pesa la noche oscura
como un fúnebre paño. Ni una voz ni una luz.
En Ortega aflora ese neorromanticismo que quiere oponerse al alarde puramente estilístico del primer modernismo; él mismo contrapone la sencillez humilde de su verso a la complicada rareza de sus antecesores:
Mi soneto no es como las orquídeas triunfales
que se abren a la sombra de tus tibios salones,
ni cual los crisantemos de frágiles puñales
que decoran el Sevres azul de tus jarrones.
Es más bien una planta de marchita verdura
que repliega sus hojas si una mano las mueve,
si un aurífero rayo del buen sol la tortura,
si la agitan los soplos de la brisa más leve.
En los poemas de Ortega hay como un preludio de la locura que, súbitamente, a los veintiséis años, lo desterrará de la vida; no por excentricismo alguno —que no los tuvo en su poesía de nítida pureza—, sino por el tono crepuscular, como de ausente, que tienen sus creaciones, hasta cuando afirma que
me arrulla una embriaguez, cual si apurado
hubiese azules cráteras de ajenjo…
Fue Ortega poeta de gran receptividad para el paisaje crepuscular, para la gama de esa hora —del día o de la vida— en que ya el día no lo es y apenas se insinúa la noche; poeta de la hora de la penumbra, propicia para su espíritu que, a veces, sentimos tan familiar al del López Velarde que se veía “paño de ánimas de iglesia siempre menesterosa” o “nave de parroquia en penumbra”.
A la manera romántica, tal paisaje no se expresa en su objetividad, pese al alarde colorista, sino como una identificación o reflejo de la propia subjetividad. Allí están los aciertos verdaderos de Ortega. En sus poemas de mayor aliento, no exentos de graciosos vuelos de la metáfora, me parece hallar una objetividad demasiado fría, como desimportada (sic); así, en La Catedral de Comayagua, La tristeza del mar y El retorno.
Transcribo el soneto Sensación crepuscular, en el cual creo que se evidencian los valores poéticos de Ramón Ortega: su tono suave y la perfección expresiva:
El sol nos dejó grasas de malinas.
Y desdoblando sus linones, queda,
con el donaire de las serpentinas,
el morado crepúsculo de seda.
Como perla en estuche fabuloso
—cual si inmergiérase (sic) en un sueño vago—,
flota un ánade altivo y silencioso
en el azul del diminuto lago.
Han reventado en flor los limoneros;
en la arena sutil de los senderos
bulle la danza de una brisa alada…
Y es tan evocadora esta poesía
que, en esta suave andanza, se diría
que a la par de nosotros va la amada.
Y ahora, Usted también lo sabe.
(Sevrés, localidad francesa donde se fabrica porcelana. Crátera, vasija. N. del C.)

 

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