Seguir adelante, no nos queda de otra. Y lo haremos con algo dulce, de eso que escribía don Rafael Heliodoro Valle en sus “Tierras de pan llevar”:
Frente a los cañaverales sirvieron la merienda. El mayordomo de la finca refirió cuentos de la tierra caliente, esos que saben al agua bebida con sed en una llanura, o al pan que sale de los hornos entre los ocotales.
-Para quien ha vivido en un rancho, llevando agua y sol como los pájaros -dijo uno del ruedo-, eso de ver el maíz cuando está “en estrella”, el ternero que salta de alegría al divisar a su vaca, es una dicha sin palabras. La tierra suelta huele, las hojas hablan, la yunta y las gallinas son parte de nuestra familia. Ustedes, los que hacen versos, han oído hablar de esas cosas, pero no saben sentirlas como los que nos chorrea el sudor por la frente. La mala nueva, la vaquilla que empieza a dar leche, el aguacero que cae en cuanto se ha limpiado la loma, son el colmo de la felicidad. Es cierto que se sufre un poco, que hay que estar en guardia contra el vecino que desenvaina el machete, que el río se lleva la milpa; pero todo eso está bien compensado cuando se vuelve del monte, la cena está en el mantel y la mujer nos habla del ternero que nació, de las frutas que se llevaron al mercado, de todo lo que forma la poesía de la vida rústica y que se complete en el silencio de la oscuridad, cuando las almas y las cosas se cruzan en el epitalamio de la noche…
-¿Y es cierto -dijo alguien- que la vida del rancho vuelve incrédulos a los campesinos?
-Hay algo de eso, porque Dios está para nosotros en la miel del racimo, el aroma del cogollo, la flor de la cosecha. El altar es el cielo azul, la montaña cruda, el día encandilado. Dios nos tiembla de amor en el lucero matinal, nos revela sus planes en cuanto viene la tormenta…
Don Rafael nos sigue contando esta historia. Yo se las contaré también mañana.
Y ahora, Usted también lo sabe.