De más está decirlo: uno tiende a ver con ojos de cariño lo propio. Pero, como lo veremos hoy en este extracto de un texto de don Oscar Castañeda Batres, publicado en 2015 por Casasola Editores en Panorama de la Poesía Hondureña, hace mucho que hemos abierto los ojos ante los famosos escritos del Padre Reyes:
Natural parece que los escritores hondureños se hayan empeñado —y se empeñan todavía— en hacer del fraile recoleto don José Trinidad Reyes una gran figura de las letras, si se considera que llena casi solo esa época y que fue la primera figura sobresaliente de la labor propiamente literaria. Reyes —exclaustrado por la revolución liberal morazánica de 1829— se radicó en Tegucigalpa, su ciudad natal, y se dedicó al ejercicio de su ministerio. Clérigo dulce, de un natural sencillo, amable y bondadoso — lo que no fue obstáculo para que en su militancia política y en su crítica de costumbres satirizara cáusticamente—, bienquisto en una época de franca reacción contra el liberalismo, Reyes sobresalía en aquel medio raquítico de la Tegucigalpa colonial. Era versado en Teología y en Historia Sagrada; y gustaba de la oratoria. Amaba la instrucción y cultivaba las bellas letras y la música. Para divulgar el saber, fundó en 1845 la Academia Literaria, que dos años después se convertiría en Universidad de Honduras —de la cual fue primer Rector—, por disposición del presidente Lindo. Esta fue su obra maestra, la que lo hace acreedor al recuerdo emocionado de la juventud de su patria.
Como poeta, Reyes cultivó géneros ya en desuso: villancicos, letrillas satíricas y pastorelas; y algunos himnos patrióticos que don Marcelino Menéndez y Pelayo juzgó “verdaderamente detestables”. Un aire de la poesía bucólica del siglo XVIII pasa por las páginas de las Pastorelas —de las cuales se nos han conservado ocho: Esther, Nephtalia, Zelfa, Zelfa, Rubenia, Micol, Elías, Albano y Olimpia; pero la calidad literaria de las mismas está muy por debajo del unánime elogio de la crítica hondureña. “Inferiores a la medianía, excepto algunos villancicos”, parecieron a Menéndez y Pelayo las composiciones líricas de Reyes; y para Rubén Darío las Pastorelas “carecen de plan racional y hasta de nexo, aparte de otros defectos secundarios, como el lenguaje grandilocuente y la terminología científica que aparecen a veces en boca de sencillos pastores”. Lo cierto es que —como lo advierte el propio Darío— en aquellos tiempos de adormecimiento intelectual y pureza de costumbres, Reyes adquirió gran renombre. Seguírselo conservando hoy, momificado, más parece ceguera o afán de perdurar en el adormecimiento. Razón tuvo Medardo Mejía cuando exclamó: “¡Por Dios, no hablemos más del Padre Reyes!” Con mucho acierto, Julio Caillet Bois, en su reciente Antología de la poesía hispanoamericana (Aguilar, Madrid, 1959), lo ha colocado como el último poeta colonial.
Siquiera como una muestra de lo más fino que se encuentra en las Pastorelas, transcribo estos versos de Rubenia:
¡Oh, bosque solitario,
alegre en otro tiempo
do la bella Priscila
condujo tántas veces sus corderos!
¡Cuántas veces oíste
de su voz el acento
y cuántas repetiste
su graciosa expresión en suaves ecos!
¡Cuántas veces sus plantas
hollaron este suelo,
y cuántas en los árboles
con sus manos divinas grabó versos!
¡Mas, ah, que ya descansa
en profundo silencio,
y no la veréis más,
tristes cipreses y elevados cedros!
Y ahora, Usted también lo sabe.