Con toda seguridad, el libro de don Rafael Heliodoro Valle, “Tierras de Pan Llevar”, ha ganado un lugar especial en mi corazón, cargado de luminarias, gracias a escritos como este:
Mi vejez será una tarde muy lenta, de esas que tardan para morirse en los cerros, que se hacen blancor de madreselvas, gemido de palomas hurañas. Me sacarán a ver el patio. De pronto mis recuerdos rechinarán en la puerta derruida, donde, sin saber por qué, se irán alzando del polvo las rosas próceres que me embalsamaron cuando yo era dueño de la llamarada del sol. Sentado en mi butaca yo les mostraré mi canica más azul, la que semeje ojo de silfo, y mi balón de colores, el que se parezca a sus sueños.
-Una vez -comenzará mi relato-, en un país de jazmines en la niebla, pasé unas vacaciones. Yo era un rey efímero, como todos los reyes, y los enanos me servían sumisos en copas de barro translúcido el jugo de las frutas. Los hombres trabajaban cantando, y por primera vez noté que para hacer el vino los muchachos danzaban descalzos sobre el negror de las uvas…Cerca del horno, las mujeres decían plegarias para que el pan fuera bueno como la voluntad de Dios, y en los huevos de las ventanas las abuelitas, runrunenado versos de amor, hilaban el gorro de lana para el niño que pronto vendría. En aquel reino -donde no faltaba el azúcar para el café, todos los días- las manos echaban alas cuando iban en busca de las manos, y las casas no tenían puertas porque no había ladrones. ¡Vacaciones aquellas! A la sombra de los árboles, cuando la tarde olía a hierbabuena, tendíamos los manteles blancos sobre la sabana en que aún se veían rastros de conejos. ¡Diamantes aquellos que se veían entre el césped! Cuando asomaba la luna nos perdíamos en las lomas buscando el vestido de las culebras viejas y los huevos de las iguanas bárbaras. Allá arriba, casi tan alto como la luna, se veía el nido de las calandrias recién casadas. Y cuando habíamos perdido el camino, Lulú nos salía en un claro de monte, a manera del hada que siempre se aparece a los viajeros que pierden el camino. Con el hada llegaban el príncipe Luis y la infanta Guadalupe; y detrás de ellos, luciendo en la vestidura roja los botones de plata nueva, el negro que todo lo comentaba con una carcajada. Volvíamos a la orilla del agua azul, más allá del cerro en que se perdía el camino. Sin saber qué horas eran, porque no teníamos la preocupación del tiempo, arrojábamos puñados de risas en las ondas.
La infanta me hacía coronas fastuosas con sus besos y el príncipe hacía y deshacía ciudades con la espuma.
Van a reírse los niños de la vecindad cuando yo les refiera el episodio. Querrá eso decir que ya no habrá lumbre detrás de mi ceniza y que el paisaje se está borrando en mis pupilas. Y yo me acordaré -como ahora- de mis camaradas de aquellas vacaciones en aquel país en que hasta las culebras llevaban un vestido de plata como para una fiesta.
Acabo de recibir una carta en que me dicen que Luis ha muerto y que Lulú ha encendido una luminaria para que no se pierda en el camino cuando quiera llegar…Yo no tendré valor en mi voz para decir todo esto. Mi tarde será un gemido de palomas viudas. Lulú…Luis…espuma río abajo…vacaciones en mi reino feliz…camino que se perdió en las lomas…
Y ahora, Usted también lo sabe.
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