Hay libros a los que uno no se cansa de volver, autores mágicos que logran hacer con sus escritos que nos traslademos junto a ellos a su propio mundo. Este es el caso de don Rafael Heliodoro Valle y su libro “Tierras de Pan Llevar”:
¡Tantas cosas de aquel entonces, que ya no pueden ser! Eran los días de guanábana y las noches de plenilunio.
Vagábamos por las huertas detrás de los gorriones que se comían lo mejor de las frutas, o nos metíamos a pescar sardinas de oro en el río: San Rafael, Arcángel de los viajeros, nos ayudaba en la busca, y si tiritábamos de frío, de noche nos brindaba algo de su capa rota San Martín. En mi casa vieja, cuando la tía vieja regañaba a las criadas, yo me metía bajo el ala de seda de la abuelita. ¿Hay candelas? Si hay. ¿Hay perro bravo? No hay. Y en el patio ladraba “Solimán” y en el cuarto donde se guardaba el pan fresco ronroneaba “Zapirón”. Iban a dar las ocho.
Naranjas maduras, agua llovida en los cántaros rojos, luna de plata nueva. Rezábamos con los ojos atónitos. Aquella novena era la de San Isidro Labrador. Leía yo en alta voz aquel cuadernillo, a la luz del candil devoto, mientras por la tapia se asomaban ladrones. “Solimán” lanzaba un ladrido estentóreo, y “Zapirón” saltaba de la butaca, cabeceando de sueño. Y para que San Isidro oyera bien lo que le pedíamos, yo pacificaba mi voz cuando se llegaba a la súplica: las sierras se morían de sed y los sapos apenas se atrevían a salir de sus escondrijos porque los ahogaba la canícula. Aquel año no querían morirse los viejos sin ver nacer en el maíz el rocío de luceros.
Mi cristal se va poniendo triste de tanto ver pasar esos recuerdos. ¡Las cosas que se reflejan ahí! Veo mujeres altas sosteniendo niños balbucientes, que saludan con solo sonreír.
San Isidro Labrador,
quita el agua y pone el sol.
Una muchacha que canta coplas en la cocina me lleva de la mano al patio para ver la luna tierna en el azul; y, como pasa en los éxtasis, me dejo quemar en la llama efímera de todo aquello que ya se deshizo en angustia. Mi corazón es mariposa que perdió su camino y hoy apenas puede llevar sobre la espalda el dulce nombre del santo labrador, que era el príncipe de las primaveras largas.
Ahora, como entonces, la palma que me bendijeron en el Domingo de Ramos, me defiende de los rayos; la cruz del cerro permanece florecida porque la tocó el Angel de la Guarda; y en el azahar de mi patio aquél sacian su hambre los pájaros peregrinos.
Santa Bárbara doncella,
líbranos de una centella.
Amanecer claro de fin de agosto, en que el almanaque se viste con las rosas del adviento. Santa Rosa de Lima, la del nombre hallado en el césped, me ampara del toro que dos veces me salió en el camino y me enjuga la lágrima cobarde.
Y ahora, Usted también lo sabe.