Junto al camino real que conduce hacia Tierras Coloradas, la cruz del finado Casio ya sólo asoma los hombros de puro sumergida en un túmulo de piedras, que crece indefinidamente por obra y gracia de la piedad cristiana, pues cada quien que pasa por allí se cree obligado a arrojar sobre el montón un guijarro más, en sufragio al alma del difunto. Y la cruz, con sus brazos extendidos, da la impresión de un náufrago que está pidiendo auxilio en medio de aquel mar de soledad.
A Casio lo mató Chombito Vargas, el terror del valle entero, cuyas víctimas son tantas que ya dan para hacer un cementerio.
El temible desalmado maneja con igual destreza la pistola, el puñal y el guarizama; y casos ha habido en que, esgrimiendo un simple caite, dominara por completo a dos o tres adversarios armados de machete, picándolos después a su sabor.
Porque lo cierto es que si bien él comenzó su carrera criminal forzado por las circunstancias, ahora mata por gusto, jactándose a pulmón pleno de cada fechoría.
La gente, por temor, le dice Chombito, nunca Jerónimo o Chombo a secas; no vaya a ser que en una de esas tome a mal tanta confianza y ¡pum! te manda de una vez donde San Pedro.
No hay duda de que el hombre se sabe «sus cositas». Dizque cierto brujo mexicano que vino huyendo del hambre allá por 1920, le enseñó las artes para volverse invisible. Y sólo así se explica que cuando la autoridad lo persigue por alguna de las suyas, él frescamente se convierte en cabeza de guineos, y cuando alguien trata de comerlos lo que muerde es el ruedo de sus pantalones. Total, que jamás lo han capturado porque se les hace jolote, perro, chancho, lechuza y hasta tronco de quebracho. Pero aún con esos poderes sobrenaturales, Chombito no está contento. Y la arena en su zapato es Nicasio Santelí más conocido como Casio por ser el único que le ha sacado suertes a la mica de El Pedregal, serpiente de cuatro metros que tiene su cueva al pie de un espavel y que hasta hace poco solía pasearse por el vecindario haciendo depredaciones de animales domésticos, especialmente pollos y conejos tiernos, siendo doblemente peligrosa porque no sólo «pica» sino que también cuerea. La gente asegura que Casio cierta vez pilló al reptil metiéndose en su agujero y que de golpe le tapó la entrada. A los tres días levantó la piedra que le servía de losa, y la\culebra salió como relámpago. Sembrando la cabeza contra la tierra, comenzó a lanzar colazos mortales a revés y derecho, teniendo su carcelero que defenderse con un garrote de apenas pie y medio.
Después de combatir casi una hora, el bicho, fatigado, buscó de nuevo el escondrijo, y el hombre le cerró la salida hasta la próxima oportunidad.
Y vinieron otro combate y otro encierro hasta que por fin un miércoles la mica, ya jadeante y extenuada, vomitó algo amarillento como el ámbar que el vencedor se aprestó a recoger, echándolo en un jícaro sabanero que a propósito llevaba, y al punto, de rodillas, rezó seis avemarías: tres al derecho y otras tantas al revés.
De ahí arranca, pues, el encono de Chombito, quien al saber la noticia, «me quito el nombre si en un mes no le bebo la sangre a ese jodido» dijo, ya que siendo así las cosas, uno de los dos sobraba en la comarca. Eso de eliminar a un adversario tal, tenía que ser obra de astucia, pues el otro no era chiches, máxime ahora que disponía de un amuleto. Por eso Chombo no lo dejaba ni a sol ni a sombra; lo atisbaba hasta en los mínimos pasos; y una tarde en que Casio se disponía a tomar un baño en la Poza del Hombre, le cayó de soguilla, justo cuando ya estaba desnudo, desyugulándolo de una puñalada.
Mientras el cuerpo se debatía en estertores convulsivos, las aguas teñidas en púrpura caducaron el cielo de los peces. Cuando vino la Mayenca, su mujer, ya se había desangrado totalmente.
Con su llanto interior de piedra india, la hembra echó el cadáver en una batea de madera y cargó con él rumbo a la rancha.
Identificar al hechor no fue empresa difícil, primero porque todos conocían al hombre del juramento homicida, y segunda, por la cagada, ya famosa, que el sujeto solía dejar junto a sus víctimas, dizque evitando que lo encontrara la escolta, pues creía a pie juntillas que en eso radicaba el secreto de volverse gaseoso e inasible.
Al velorio llegaron sólo parientes y unos contados amigos, ya que los más se abstuvieron temiendo las represalias del chacal, quien de seguro les espiaba todos los movimientos.
El muerto estaba tendido sobre un tapexco de varas. Un petate le servía de ataúd. Tenía los pantalones adrede desprovistos
de cinturón, para evitar que a medianoche el hechor, disfrazado de torva bestia negra, se lo llevara arrastrado sepa judas para dónde, como había hecho con otros en pasadas ocasiones.
Las mujeres, en un cuarto, le rezaban al Santísimo, con tablillas de miedo en las espaldas, mirando a cada instante hacia la puerta, no fuera a presentárseles de golpe el sombrío personaje.
Sólo Chema, hijo mayor del occiso quince años labrados en pura caoba, no bosticó palabra desde que supo la tragedia. Estuvo, sí, muy ocupado toda la tarde hasta el anochecer. Subió al tabanco y bajó la chuspa donde Casio guardaba sus materiales de cacería: un lingote de plomo para hacer balas; un cacho de bovino conteniendo pólvora; mezcla para hacer tacos; cuatro fulminantes, y varios fragmentos de cartón. La escopeta colgaba del horcón; era de sólo un tiro y se cargaba por la boca, con ayuda de la baqueta. Pero cada mechazo era un venado porque en él iban cinco proyectiles. El mismo Chema ya se había comido nada menos que tres cachudos y cinco tepezcuintes.
Esta vez, antes de cargar el arma tomó las balas una por una ya redondeadas con un pedazo de hierro, alias martillo, y con el filo del machete les marcó una cruz, bañándolas luego con agua bendita. Sólo con balas cruceadas se pué joder al Malo le dijo un día su tata, mientras le enseñaba las, oraciones que él aprendiera de su padrino el mexicano.
Ya no quedaba sino esperar. Llegó la medianoche, y nada. Únicamente el silencio inquieto, que se revolvía por toda la casa.
Por fin, y antes de que cantaran los’ gallos, ¡eureka!, apareció la bestia, negra toda ella con la pechera blanca, parándose en sus dos patas a la orilla del barranco. Más que perro parecía un oso enorme, con dos ascuas en los ojos. Mientras lanzaba ladridos casi humanos, un viento de muerte congelaba las gargantas. Todos temblaron. Todos menos Chema, quien, haciendo mampuesta contra el horcón, esperaba el momento más propicio. Y cuando el monstruo quiso avanzar, ¡boom!, sonó la descarga, haciéndolo rodar por el abismo.
Alumbrándose con hachones de ocote, los menos miedosos se acercaron al sitio de la escena, habiendo encontrado únicamente sobre las hojas secas un pespunte de sangre que moría en la quebrada. El animal iba, pues, pegado y seguía aguas abajo…
A la mañana siguiente, apareció Chombito flotando sobre la Poza del Hombre el pecho condecorado por cinco perdigones, con un rostro cristiano, tan cristiano que las viejas rezadoras, estupefactas, reprimieron su comentario, limitándose a decir:
¡Dios lo haiga perdonao, porque era malo el difunto! y se santiguaron, todavía con temor, por aquello de las dudas…
(Elíseo Pérez Cadalso)
En el centro del valle se destacaba la aldea. Desde la cumbre de un otero, media oculta en el follaje, yo la había adivinado. A la proximidad del villorrio mi mulo alargó, el paso. Llegué a eso de las cuatro de la tarde, cuando el mordisco del sol tendía a la clemencia.
Hallábase hospedado en casa de gente cristiana. Dióseme aposento en la sala de honor, muy blanca de cal y alfombrada de pino fragante. ¡Qué encanto el de estas casitas aldeanas, limpias como ropa lavada y hospitala-irias como un corazón! Al atardecer, una chica de pies desnudos vino a mi cuarto. Sonrojóse hasta los ojos bajo el pecado de los míos que la escudriñaron y me dijo con cantarína voz:
Se le ruega, mi señor, la merienda está esperándole. Fui tras ella hasta el extremo de un corredor, donde sobre una mesa sin mantel humeaba el candido yantar.
Al caer la noche, una muchacha robusta y despeinada se ocupaba de rajar una pesada troza de pino. Yo la ofrecí la fuerza de mi brazo:
—Déjame la tarea, muchacha.
— ¡Ay no, señor, no! Si yo lo puedo hender y hay ya bastante ocote para la luminaria. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano regordeta y rio agradecida. Pude ver la blanca salud de sus dientes, y cuando se inclinó a recoger las astillas resinosas, vi también, por el amplio escote de su camisa almidonada, la rotunda verdad de sus senos.
En el centro del patio chisporroteaba ya la fogarata; era una suerte de sahumerio para ahuyentar la plaga; era además el viejo hogar, el viejo calor doméstico grato a los corazones. Todas las gentes de la casa, en cuclillas, formaban noche a noche una ronda cordial cabe la luminaria; relataban leyendas; toda una tradición de aparecidos y duendes danzaban su danza fantástica; era la hora clásica de la conseja; la llama roja y palpitante ponía en todos los ojos un extraño fulgor, y el estupor que despertaban los relatos, agrandando los ojos, agrandaba el fulgor. Yo, en tanto, desentumía mis piernas dando lentos paseos a lo largo del corredor; el taconeo de mis botas producía un sonido isócrono y amodorrante; mi sombra trepaba por la pared enjalbegada, en locas embestidas, tan locas e inquietas como las mil lenguas rojas de la luminaria.
Tras el naranjo del patio una luna achatada asomó su desteñida faz, y, a lo lejos, de algún corral distante/ un perro aulló. Era un aullido prolongado y quejumbroso como un grito. Un escatefrío de terror recorrió a las gentes congregadas y hubo un silencio que duró lo que el aullido. Luego alguien explicó:
Sí confirmó otra voz, los perros ven muchas cosas que los hombres no ven.
Un anciano de manos sarmentosas, hundidos los carrillos, desdentado, largas y blancas las pestañas que parecían punzarle los discos apagados de su iris, terció con gesto patriarcal:
—No es un alma en pena, es que ha visto pasar la Tentación.
— ¡La Tentación! clamó una voz medrosa de mujer; y un mocetón recio y brutal, inocente o estúpido, se persignó.
—Sí, la Tentación confirmó el anciano—. Primero se siente un gran viento frío y luego baja de la montaña una bola de fuego… Cuando esto pasa, aúllan los perros y caen las flores de los árboles que están en flor y a las mujeres embarazadas las prende la -calentura… Cuando pasa la Tentación es que el Enemigo Malo anda suelto…
Un zagal, los ojos de asombro y la voz aflautada, con tono presuntuoso exclamó:
— ¡Mérito ayer no más al mediodía que yo venía del rastrojo! Hizo un gran viento, un gran viento frío, pero no vi la bola porque se me voló el sombrero y medio la estampía a recogerlo.
— ¡Animal! agredió el corro. La Tentación sólo tienta de noche.
— ¡Verídico! sentenció el viejo de las pestañas. La Tentación sólo tienta de noche. Yo sí que la vi allá en mis mocedades.
Era una noche negra, negra… Cuando yo regresaba de rondar la casa de una muchacha, que ahora ya es abuela, terciada la vihuela con que me acompañaba las coplas, y unos buenos tragos entre pecho y espalda, medio adormilado, íbame derechito a mi champa, cuando desde un corral un perro aulló y vino un gran viento frío…
— ¡Asús, qué tribulación!
— ¡Sea por Dios! ¿Era la Tentación, abuelo?
— ¡Era la Tentación! repuso el viejo. Y al ver venir desde la cumbre del Pinabetoso la gran bola de fuego, me puse a temblar… pero me acordé del escapulario del Carmen que llevaba en el pecho, y agarrándolo con la mano izquierda, me persigné tres veces con la derecha. En ese momento la bola pasó sobre mí sin tocarme…
El mocetón recio y brutal se levantó calladamente para atizar la fogarata; la luna parecía, naufragar entre un oleaje de nubes plomizas; yo continuaba mis paseos a lo largo del corredor; el taconeo de mis botas producía un ruido isócrono y amodorrante; mi sombra trepaba por la pared enjalbegada, en locas embestidas, tan locas e inquietas como las mil lenguas rojas de la luminaria; la muchacha que sabía hender el ocote se destacó del corro y al dirigirse hacia su cuarto, pasó cerca de mí; iba muy pálida y los ojos le brillaban extrañamente; recordé sus dientes blancos y el amplio escote de su camisa almidonada, dentro de la cual yo había sorprendido la doble verdad de sus senos: y sentí frío en la médula y como una bola de fuego rodó por mis venas, la Tentación…
(Arturo Martínez Galindo)
En la primera planada que forma en su cresta el cerro brujo, el grupo de vaqueros había desmontado para descansar un rato y componer las albardas y demás accesorios de campo. Los caballos mostrábanse algo rendidos; estaban bañados en sudor, enlodados hasta los ¡jares, ligero y ruidoso el acezar; pues las vueltas y revueltas por los distintos sitios, sabaneando el último novillo que faltaba para la entrega del ganado, habían sido de todo el día. Los perros jadeaban echados a la sombra de un chaparro. Eran como las cinco de la tarde.
Yo, de regreso a la tierra maternal, pasaba los días de vacaciones en la hacienda y acompañaba ahora a los mozos en la vaquería de novillos. Y mientras ellos aflojaban las cinchas y enrollaban las sogas de cuero para amarrar de nuevo a la cola, yo me hice a un lado y me puse a contemplar aquella tierra de mis primeros recuerdos. Hacía tanto tiempo que no la veía que sentirme otra vez bajo la influencia de sus campos era un verdadero placer.
Los pinos levantaban sus cuerpos y extendían sus brazos y entre sus hojas cordales el viento enhebraba una vaga canción. En la montaña cercana, al pie del cerro, una quebrada corría en fresco y alegre parloteo. De vez en cuando resonaba el rápido picotear de un pájaro carpintero sobre la vieja corteza de un roble.
Y desde aquélla altura elocuente yo miré hacia el valle que se extendía a mis pies: el ganado salpicaba los llanos; el Jalan y el Guayape semejaban dos largas y plateadas serpientes arrastrándose por entre los verdes y frondosos platanares, en lento zig zag; y allá, a lo lejos, las casitas de tierra blanquecina de la aldea de San Nicolás, aparecían como redil de ovejas que pastara en el verdor de una sábana.
Aquella tarde era solemne. El ciclo, de plomo, con unos cuantos celajes purpúreos. El sol, una hostia roja con que estaban comulgando las montañas. Y por el inmenso espacio de aquel cielo callado, una pareja de guaras volaba hacia el sur.
De repente, los bramidos de un viejo toro hicieron temblar los cerros. Todos los vaqueros volvieron la vista hacia la cuchilla, como reconociendo los imperiosos bramidos.
—Es el padrón borroso que brama en el Portillo del Espino exclamó mi compadre Leandro, antiguo conocedor de nuestro ganado en toda la comarca y fiel mayordomo de la hacienda.
—Sí aseguró otro de los mozos y puede ser que el novillo barcino se nos haya quedado metido en el guamil donde hizo milpa Tata Jorge, cerca del Portillo. —Y tal vez ya salió habló otra vez el compadre Leandro. La cosa es que ya es un poco tarde y vamos a llegar allá a la oración; y además quién sabe si mi compadrito esté ya cansado. Por mi parte no hay inconveniente manifesté yo. Podemos ir. No sería esta la primera vez para mí. Yo estoy acostumbrado a estas cosas. Debe usted recordar, compadre, que antes de irme para California a estudiar yo vivía aquí de cerro en cerro y de llano en llano lazando vacas; y corriendo yeguas en aquellos carbónales del Pichiche y La Coyotera, ¿se acuerda?
— ¡Tiempos futuros aquellos compadrito! Era usté muchacho rascado que no temía ensartarle el mecate a cualquier animal cimarrón. ¿Se acuerda aquella vez en Sabana Perdida cómo lazó entre dos acotes el toro josco verijas blancas, hijo de la vaca mora cachitos cumbos? ¡Tirito aquél más macanudo! y es que en aquel caballo tordillo que usté tenía no se le iba animal. ¡Tiempos futuros aquellos, compadrito!
—No tanto, compadre, yo era como todos los muchachos olanchanos que se crían aquí en estos lugares respondí a los elogios del viejo camarada, en tono familiar y con cierta modestia ante los demás mozos que eran nuevos sirvientes de la casa.
—Debo decir, sin embargo, que los conceptos de mi compadre Leandro en cuanto a mi persona, tenían algo de cierto (algo) y que casualmente por aquel mi modo de ser cuando adolescente, di a mi padre grandes dolores de cabeza siempre que salía al campo con los mozos en tiempo de vaquería. Pero es el caso que en aquellos momentos yo no quería reconocer mis méritos de antaño, porque si me jactaba de buen campista me podían poner a prueba excitándome a que lazara el novillo que buscábamos; novillo que, por las pláticas que les oí a todos ellos cuando hacían rueda por las tardes bajo la sombra de la añosa higuera del corral de la hacienda, era animal bragado y bastante belicoso al sentir el peso de la soga sobre la testuz; pues en una ocasión había desfondado un caballo y escapado de matar al jinete. Así que yo tuviera que hablar con tanta modestia.
— ¡Uh! Déjese de cosas, compadrito. Vea que sólo el indio (señalando a uno de los mozos que tendría unos diez y siete años) se puede comparar con lo que era usté. Este ha hecho tiros con el mecate que nayde los hubiera creído. Dos o tres veces se lo ha escapado de llevar el Diablo.
—Ah, éste es bárbaro dijeron dos de los campistas casi al mismo tiempo. El indio se sonrió ingenuamente y con cierta vanidad se compuso el barboquejo del sombrero, escupió por un lado, se acercó al caballo en que montaba, y se puso a hacer trencesitas en la crin del animal.
Aquella sonrisa ingenua y vanidosa del muchacho produjo en mí un sentimiento de simpatía y a la vez de compasión; de compasión, porque generalmente en Olancho, los campistas desalmados tienen un fin trágico en las correrías de ganado.
—Vamos pues, que se hace tarde dijo uno que hasta entonces había permanecido callado, poniendo el pie en el estribo y haciendo sonar las espuelas.
Cabalgábamos despacio, uno tras el otro por el estrecho camino. Yo era el único en seguir la montada. El indio en medio. El compadre Leandro a la cabeza.
Cabalgábamos callados. También la tarde se deslizaba callada. En los pinos el viento seguía enhebrando la vaga canción. En la ramazón de un corpulento guapinol, una picapiedra entonaba una triste e incesante canturria. Y al pasar cerca del árbol, vi al indio que se alzó en los estribos, miró de lado hacia arriba como escrutando en las ramas el tradicional pajarillo, anunciante de funestos sucesos, dio un pujido, y aclamó en tono de superstición aldeana:
— ¡Andares buscando muertos maldecida!
No sé, pero quizá por una herencia lejana, de legendarias creencias, sentí al momento un hormigueante escalofrío correrme la espalda y no pude ausentar de la mente el recuerdo infantil de igual pajarilla que, durante tres días antes de la muerte de mi hermano había estado cantando constante y fastidiosamente en las ramas de un matorral en el solar de mi casa en Juticalpa.
Habíamos llegado. El viejo Leandro detuvo el caballo en la entrada del Portillo y dijo enseguida en voz baja:
—Allá asoma los cachos el novillo. El tiro no está fácil. Si no logramos alcanzarlo en solo el arranque ya no hicimos nada. Alístate, Indio, tu caballo es el más fresco de todos.
—Conmigo se traba, yo sí lo ensarto cacho y barba respondió el muchacho a semejante insinuación, abriendo gaza y componiéndose en la albarda.
Los caballos encabritados, tascaban los frenos y se movían inquietos como alistándose para la difícil carrera.
—Ve, Indio mej… quise decir.
— ¡Allá va! ¡Ligero! ¡Suelten los perros! dijeron sin ponerme atención. La fiera despuntó alzando la cabeza armada de largos y puntiagudos cuernos y corriendo con rapidez asombrosa. La tierra tembló bajo los macizos cascos de los ágiles rocines. Inútiles resultaron los esfuerzos de los demás. Sólo el indio le dio alcance al salvaje animal, pero en los momentos en que soltaba la soga se estrelló contra un ocote recibiendo el golpe mortal que lo sacó de la bestia arrojándolo al suelo.
Ya nadie vio al novillo. Todos acudimos a donde estaba el Indio tendido. Aquel cuadro era espantoso. El pobre muchacho tenía la cabeza deshecha y los ojos brotados. Por la boca chorreaba la sangre tiñendo la grama. Nunca en mi vida había sentido impresión tan honda. Nunca en mi vida se habían humedecido los ojos tan repentinamente. Todos quedamos impávidos y en un profundo silencio. Después, el viejo Leandro, dirigiéndose a mí, interrogó dolorido:
—¿No oyó usted compadrito, aquella picapiedra que cantaba en el guapinol, a la orilla del camino?
—Sí, compadre, y no sé por qué yo presentía esta terrible desgracia le respondí consternado.
Las primeras sombras de la noche empezaron a caer y en los inmediatos pantanos las coca/ecos cantaban recordando al aldeano la hora de la santa oración.
(Federico Peck Fernández)
Horrendo espanto produjo en la región el mísero leproso. Apareció súbitamente, calcinado y carcomido, envuelto en sus harapos húmedos de sangre, con su ácido olor a podredumbre.
Rechazado a latigazos de las aldeas y viviendas campesinas; perseguido brutalmente como perro hidrófobo por jaurías de crueles muchachos; arrastrábase moribundo de hambre y de sed, bajo los soles de fuego, sobre los ardientes arenales, con los podridos pies llenos de gusanos. Así anduvo meses y meses, vil carroña humana, hartándose de estiércoles y abrevando en los fangales de los cerdos; cada día más horrible, más execrable, más ignominioso.
El siniestro manco Mena, recién salido de la cárcel donde purgó su vigésimo asesinato, constituía otro motivo de terror en la comarca, azotada de pronto por furiosos temporales. Llovía sin cesar a torrentes; frenéticos huracanes barrían los platanares y las olas atlánticas reventaban sobre la playa con frenéticos estruendos.
En una de aquellas pavorosas noches el temible criminal leía en su cuarto, a la luz de la lámpara, un viejo libro de trágicas aventuras, cuando sonaron en su puerta tres violentos golpes.
De un puntapié zafó la gruesa tranca, apareciendo en el umbral con el pesado revólver a la diestra. En la faja de claridad que se alargó hacia afuera vio al leproso destilando cieno, con los ojos como ascuas en las cuencas áridas, el mentón en carne viva, las manos implorantes.
— ¡Una limosna!— gritó — ¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!
Sobrehumana piedad asaltó el corazón del bandolero.
— ¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!
El manco lo tendió muerto de un tiro exclamando:
—Esta es la mejor limosna que puedo darte.
(Froilán Turcios)
Los animales de una pequeña finca discutían que cuál de ellos sería el más tomado en cuenta por sus dueños, sobre todo a quién de ellos querían más los niños. El gato dijo que creía que era él, porque siempre que se acercaba a ellos ronroneándoles, todos lo acariciaban. El perro creía que era él por ser el que jugaba más con los niños y era el preferido. El perico pensaba que también era él, porque le permitían subirse al hombro de sus amos y hacerles cosquilla en las orejas. De esta y otra manera participaron el gallo, la gallina, los conejos, etc.
Una mula y un buey que estaban en el corral, oían atentamente y se secreteaban haciendo historia de que ellos habían sido los predilectos por haber calentado al Hijo de José y María cuando hubo la primer Navidad, por lo que el burro dijo que él había sido seleccionado para llevarlo triunfante a Jerusalén. De esta manera todos se quedaron callados pensando que por algo Dios los habían seleccionado para estar más cerca de los niños, pero que todos eran iguales hasta los más humildes, como las ovejas que estaban muy calladas, aunque ellas también habían estado atestiguando la primer Navidad.
De pronto la plática se vio interrumpida porque los niños de la casa salieron a jugar, era una noche muy hermosa, iluminada por muchas estrellas y deteniendo sus carreras y brincos uno de ellos dijo «Yo veo una estrella muy linda y grande», otro niño dijo: «no es una estrella porque tiene una luz fija y según he oído a mi padre es un planeta que se llama Venus». Todos comentaban, cuando de repente apareció un vecinito hijo del ordeñador de la finca, muy humilde, que les preguntó si podía jugar con ellos y todos lo aceptaron.
Los niños dijeron que ellos también creían que habían otras estrellas que aparecían sólo en ciertas épocas, como la que sus padres les decían, que era la que apareció en la primer Navidad y que el Niño Dios la usaba para visitarlos y traerles presentes, si se portaban bien.
El niño del ordeñador se quedó pensativo y les dijo que él creía portarse bien y que posiblemente el Niño Dios no lo quería porque a él no le traía presentes y que quien le hacía juguetes de madera era su papá.
Los animales amigos de los niños tanto los que estaban dentro de la casa como los del corral, con su finísimo y sobrenatural oído lograron escuchar la plática de sus amigos y decidieron presentarle a su Diosito lo que habían oído.
Como ya eran los días cercanos a que se celebrara la Navidad se les apareció un pequeño pastorcito que les dijo era enviado del Señor, para decirles que todos los animales eran criaturas de El, por lo que nadie debía considerarse más que otros y que tanto niños como animales eran queridos por Dios y que eso se lo deberían decir a sus amigos.
El perro preguntó que cómo podrían comunicarle a sus amigos los niños, lo que se les encargaba, ya que ellos no hablaban. El pastorcito les dijo que a través de los sueños ellos platicarían con sus amigos y que tres días antes de la Navidad iban a sentir sueño tempranamente; que entonces se encontrarían en un gran jardín, animales y niños, incluyendo al hijo del ordeñador, para que planificaran cómo celebrar ese hermoso día.
Así sucedió, el 21 de diciembre todos estaban tempranamente con sueño y se acostaron y soñaron lo mismo; entre ellos estaba el pastorcito, rodeado de muchas ovejas, sentado en una roca rodeada de flores, los niños sentados a su alrededor y los animalitos acompañándoles.
¿Cómo vamos a celebrar la Navidad? Preguntaron los niños. El hijo del ordeñador se paró y les recordó que en el patio de la casa estaba un pequeño pino el que podrían adornar con frutas, como naranjas, mínimos (bananos), mandarinas, ciruelas, granadillas, limas, limones y muchas frutas más. El pastorcito agregó que él las haría brillar con polvo de estrellas y que en el pie del árbol pusieran imágenes que recordaran cómo había venido el Niño Dios. Los niños aplaudieron, el gato maulló, el perro ladró, la vaca mugió, el burro rebuznó, la mula relinchó, las ovejas balaron y todos muy alegres preguntaron: <
¿Y LOS REGALOS?
Bueeeeno, dijo el pastorcito rascándose la cabeza, veremos cómo les ayudamos a sus padres para que les consigan los regalos, pero todos tendrán regalos, así que hagan su lista, no la escriban, sólo piensen y yo me encargaré de que no se olvide nada.
Al día siguiente todos se despertaron muy contentos y no dijeron nada a sus padres, de inmediato fueron a conseguir las frutas y trabajaron mucho colocándolas con todo cuidado, así que el 24 el árbol estaba muy bien arreglado y al pie de él estaban las figuras que representaban el pesebre con todos los animales, por lo que las ovejas, la mula y el buey estaban muy orgullosos de estar allí representados.
PERO EL ÁRBOL NO BRILLABA.
Los niños por la noche llamaron a sus padres para que vieran su obra y les dijeron que el árbol y sus frutas brillarían, los padres incluyendo al ordeñador se quedaron viendo entre sí creyendo que sus niños estaban soñando y preguntaron ¿que cuándo brillaría el árbol? Todos en coro dijeron:
«NO SABEMOS, PERO BRILLARA».
Al llegar la medianoche los padres llamaron a sus hijos porque ya se aproximaba el momento por todos esperado, pero el hijo del ordeñador dijo «Yo creo ver un cometa». Todos corrieron afuera y lo maravilloso fue que de la cola del cometa bajaba el polvo de estrellas, entonces el árbol y todas las frutas se iluminaron y bajo de él aparecieron muchos regalos cada cual con el nombre de cada niño y apareció un gran letrero que decía.
«FELIZ NAVIDAD».
(Enrique O. Samayoa M.)
La virgen de los quince años, que nunca había amado, en una tarde escarlata interrogó al hombre taciturno sobre algunas cosas del alma. Le interrogó más bien con la mirada profunda que con los labios floridos.
-El amor es una embriaguez divina. Es la suprema angustia y la suprema delicia. Amar es sufrir, es sentir dentro del espíritu todas las tempestades y todas las alegrías. Es vivir una vida fantástica, impregnada de tristeza y de perfumes. Es soñar dulces cosas a la hora del crepúsculo y cosas extrañas en la callada medianoche. Es llevar constantemente en las pupilas la imagen de la mujer querida, y en el oído su voz, y en todo el ser la gloria de su encanto.
Ella le miraba sonriendo misteriosamente.
El continuó:
-No sé lo que una mujer pueda pensar y sentir; pero me imagino que en ustedes las sensaciones son más sutiles y más hondas.
-Habla usted de tristeza y de sufrimiento -exclamó ella-, y yo creíía que en el amor no cabían esas palabras.
-Yo me he referido únicamente al amor sin esperanza -murmuró en voz baja el taciturno-. Al hablar de tristeza y de sufrimiento me he referido al amor sin esperanza. He dicho la emoción de amar; pero no la de sentirme amado.
-Usted, pues, ¿jamás ha sido amado?
-He sido amado locamente por mujeres blancas y tristes, por vírgenes morenas y ardientes. He sido amado por muchas criaturas seductoras. Las he sentido sollozar en mis brazos y jugar con mis cabellos y cubrirme de besos apasionados. Pero en el fondo de mi alma he permanecido impasible, frío ante tus caricias.
-Entonces- dijo la jovencita-, ¿no conoce usted la verdadero placer de sentirse amado? Porque si usted no amaba, no podía gozar con el amor de las otras…
-Sí, ciertamente, no he gozado con el amor de las otras.
-No conoce usted- dijo ella gravemente- el placer de ser amado. O quizá no habrá sentido el amor.
-No conozco ese placer. Es decir, conozco, ahora, el amor; pero no la felicidad de sentirme amado. Diera la vida por una hora de esa felicidad. Usted es la única en el mundo que pudiera dármela.
Ella no contestó.
Pero entre la llama violeta del crepúsculo, la vio temblar y ponerse pálida.
(Froilán Turcios)
Todo lo que esta típica narración encierra, se desarrolla en Comayagüela. En el tiempo a que nos vamos a referir, era una pequeña población denominada Villa de Concepción. Corría con todo su esplendor tropical el verano en el año de 1918, cuando en la vetusta iglesia colonial de la pequeña villa daban las nueve campanadas de la noche… la clara luz de la luna cual una alfombra de blanco terciopelo, brillaba en el fondo de nuestro cielo azul con matices seductores, emocionando a la juventud en invitándola al amor.
De las puertas de una hermosa residencia en la primera avenida, situada paralela a las vegas del río Choluteca, salían dulces y armoniosas notas musicales, indicando que sus salones se bailaba alegremente. Era la casa de Graciela Morán, que en esas horas inolvidables se encontraba llena de la gente más distinguida del barrio, se celebraba el cumpleaños de Graciela.
La homenajeada era una joven de veinte años, de regular estatura, trigueña, de ojos negros y caballera negra larga y ondulada, su rostro un óvalo perfecto que irradiaba rebosante alegría en todo momento y con natural entusiasmo y simpatía atendía a sus invitados. La fiesta estaba muy alegre, cuando llegó un apuesto jinete a una de las iluminadas puertas de la casa y procedió a bajarse de su brioso corcel con la agilidad de un consumado ranchero.
Con voz autoritaria le entregó el caballo a un hombre, diciéndole que lo llevara al establo cercano; este señor era Roberto Montenegro, novio de Graciela, alto de fuerte complexión física, blanco, pero de aspecto indígena, pelo negro y liso, de nariz larga y encorvada, parecía al pico de las aves de rapiña. Tenía aproximadamente treinta años de edad, era vanidoso, violento y se gastaba un genio de pocos amigos. Penetró en la casa y se paró en el centro del salón de baile ante la consiguiente sorpresa de todos ahí presentes, porque su traje de ranchero con armas y aunque limpio y brillante desentonaban con el que vestían los individuos. Aprovechando el silencio reinante, llamó a su novia y:
–Hazme el favor de hablarle a tus padres, quiero comunicarles cosas muy importantes.
–Está bien Roberto.
Poco después la joven comunicaba a sus padres lo manifestado por su prometido, quien era un rico comerciante y estaba oficialmente reconocido por los padres de Graciela Morán como su novio formal.
–Buenas noches señores, dijo Roberto, quiero manifestarles que tengo todo dispuesto para casarme con Gabriela en la próxima semana. ¿Qué dicen Uds.?
El padre después de pensar un momento, contestó con una sonrisa:
–Nosotros estamos de acuerdo con el deseo de Uds., y ya que la casualidad cabalga a la par de vuestra petición, debemos de aprovecharla.
El señor se refería a la fiesta al decir aquellas palabras. Acto seguido y ante momentánea expectación y silencio de los invitados alzó la voz:
–Quiero aprovechar vuestra presencia, para anunciar el próximo enlace matrimonial de mi hija Gabriela con el caballero Roberto Montenegro aquí presente, acto que se verificará el próximo sábado, quedan invitados todos de mi parte ¡que siga la fiesta!
Un sonoro y estruendo aplauso acogió las palabras del padre de Graciela y aquella alegría festiva se prolongó hasta las primeras horas de la madrugada, cuando la aurora asomaba en el horizonte.
Tal como se anunciara, la boda se realizó el día sábado. El señor Montenegro se radicó con su adorable esposa a dos cuadras de distancia de la casa de sus suegros, que como recordará estaba ubicada paralela a las vegas del río Choluteca que divide las ciudades de Tegucigalpa y Comayagüela. Durante cuatro años la vida de aquel matrimonio transcurrió normalmente, habían procreado una niña que hacía las delicias del hogar, pero Graciela pasaba largas temporadas sola, porque su esposo trabajaba en los pueblos vendiendo mercaderías. Con el tiempo fue aprovechando su libertad para darle expansión a su espíritu romántico y a su belleza física con amores secretos, que pronto la gente empezó a comentar y especialmente condenar la vida libertina que se daba a pesar de su compromiso conyugal.
Enterado Roberto de los referidos acontecimientos que laceraban su honor, dispuso castigar a la infiel. Sin avisar que regresaría, pronto apareció en Comayagüela ingiriendo aguardiente en los estancos apartados. Aproximadamente a las doce de la noche cuando la población dormía, se acercó a la puerta de su casa con todo sigilo, presentaba el aspecto de una fiera en asecho, debido al odio que lo invadía y a la acción del aguardiente… si, ya no era hombre normal, diríamos que se trataba de una bestia salvaje. Con un tremendo puntapié abrió la puerta y con agilidad felina, saltó sobre dos bultos que estaban en su lecho, al primero que era un hombre lo estranguló con sus dos manos, sin darle tiempo de gritar. A la mujer la tomó del pelo, haciéndola rebotar contra el piso y sin soltarla se aproximó hasta la cuna de la niña estrangulándola y lanzándola furiosamente contra la pared, hasta que la inocente quedó sin vida en un charco de sangre. Acoto seguido arrastró a su mujer por las calles empedradas hasta llegar a las vegas del río, muy cerca de la casa de sus suegros y con un filoso cuchillo, remató a su esposa y procedió cortarle de raíz su larga cabellera negra, guardándola en la bolsa de su ensangrentado saco. Seguidamente arrojó el cuerpo destrozado de la mujer a una zanja, por la que corría una pequeña quebrada y a la luz de la luna lanzó al aire una pavorosa y siniestra carcajada; había destruido totalmente su hogar.
El triple crimen fue descubierto al siguiente día y tres días después, las autoridades y varios particulares encontraron a un hombre tendido boca abajo, muy cerca de la zanja donde fue encontrado el cadáver de Graciela Morán. Al darle vuelta constataron que el hombre estaba muerto a consecuencia de intoxicación alcohólica, era de fuerte complexión física, blanco, pero con aspecto de hindú de pelo negro y liso y una nariz larga y encorvada muy parecido al pico de aves de rapiña. No había duda era don Roberto Montenegro. Al registrar sus ropas, encontraron la cabellera ensangrentada de la mujer, dándose cuenta de que ella había asesinado conservando aquella cabellera negra y ondulada hasta el fin de sus días. Si, era el que la policía estaba buscando por toda Honduras, cuyos habitantes estaban horrorizados ante lo macabro y espeluznante de aquel crimen y especialmente por el de la niña; más la justicia divina se encargó de cegar una cuarta vida que no era necesaria en este mundo.
La paz y la moral nuevamente carta de ciudadanía entre la gente laboriosa y alegra de la Villa de Concepción. Sin embargo algunos trasnochadores comenzaron a ver a las doce de la noche cerca del lugar donde fuera encontrado el cuerpo despedazado de Gabriela, a una vaca pintada seguida de una ternerita, la vaca lloraba como una mujer y la ternera como una niña, luego tomaban figuras humanas y la mujer y la niña después de un silencio sepulcral desaparecían ante los aterrorizados testigos.
La presencia de los fantasmas duró aproximadamente tres años, hasta que un valiente como humanitario sacerdote de la iglesia colonial de la villa, se propuso terminar con el embrujo de la vaca pintada. Cuentan que una noche, provisto de agua bendita y de una cuerda de San Francisco, espero pacientemente en el lugar de los hechos a que el reloj marcara las doce de la noche, noche de viento suave, noche tenebrosa, noche de plenilunio.
Al escucharse la última campanada del reloj de la iglesia los perros aullaron anunciando que algo sobrenatural estaba a punto de ocurrir. En el sitio en donde se encontraba el sacerdote la tierra tembló y prolongados lamentos se dejaron escuchar haciendo huir a los curiosos que afirmaron tener valor para acompañar al representante de la iglesia católica, fue entonces que apareció la vaca y la ternerita avanzando a paso lento y cansado. El sacerdote se irguió con valor y escuchó claramente la confesión del fantasma, quien aseguró ser el alma en pena de Gabriela Morán y su pequeña hija.
El sacerdote rezó y con toda devoción procedió a rociar con agua bendita a las que parecían ser una mujer y una niña. Les ordenó en el nombre de Dios Todopoderoso que se retiren de la faz de la tierra y regresen al lugar de las almas juzgadas, hasta la consumación de los siglos… Amén.
Así desaparecieron para siempre los protagonistas de esta leyenda regional hondureña, que por ironía nació y concluyo en una noche de plenilunio. La violencia como el huracán, todo lo destruyen.
(Ramón Montoya R.)
Don Abdón era ampliamente conocido en el pueblo de Los Robles, uno de esos lugares como hay tantos en nuestra patria, con plenitud de música y de trinos, con henchidura fragancia de pinares, con aflautado murmurar de brisas y rezongo apagado de torrentes al estrellar su linfa contra el filo de las piedras. Durante toda su vida había mostrado siempre la serena virtud que en su carácter austero’y cabal habían inculcado sus mayores. Blanco, con extraña blancura de europeas reminiscencias, llegaba todos los domingos a la iglesia para oír la misa, y blanco de su traje y de su alma regresaba a su hato de los alrededores, sin armar rueda de tragos con los amigos de que disponía en abundancia y sin mezclarse en los corrillos que ellos formaban para lanzar a la circulación los dimes y diretes del pueblo.
— ¡Buenos días, don Abdón!—le decían picarescamente las muchachas interesadas en su soltería.
Él les contestaba con voz desinteresada e indiferente, a pesar de los opimos encantos que las zagalas rozagantes escondían en sus cuerpos frutales de aldeanas adolescentes.
Nadie Supo nunca en el pueblo que don Abdón tuviera algún amorío o alguna pasión, de esas pasiones que son capaces de sorber el seso al hombre y de hacerlo que cometa rosarios de disparates. Para él la vida consistía en meterle tupido a los trabajos de campo: en sacarles el jugo a las pocas vaquitas que le había dejado vivas el tigre y en llevar sus productos al mercado de la ciudad para guardar a todo sacrificio los centavos que obtuviera de la venta.
Muchas mujeres del pueblo, conociendo • el excelente «partido» que representaba, habían querido ponerle la trampa para hacerlo caer. Pero él se había evadido con mafia certera y con malicias de maestro en el arte de vivir. Una tecina de un pueblo indígena le preparaba los alimentos, y así pasaba, dejándose ir cuesta abajo ajena a los vicios y los placeres de los demás hombres, engolfando tan sólo en su deber y en su profunda fe cristiana de la cual daba muestras de obediencia, su respeto y su veneración para el sacerdote del pueblo…
Por estas circunstancias hubo sensación en toda la comunidad, cuando un domingo el padre leyó las primeras amonestaciones de don Abdón y Juana Francisca Quinteros, una muchacha que inmediatamente fue reconocida como de la aldea de La Estanzuela, lugar distante seis leguas de Los Robles a quien el año anterior habían visto en este último lugar durante las fiestas del Apóstol Santiago, el 25 de julio. A la salida del templo, todos los vecinos asediaron a don Abdón.
— ¿Con que muy escondida se tenía la maturranga, no?
— ¡Y nosotros que pensábamos que si se resolvía a dar la caída sería con una de las del pueblo!…
El matrimonio de don Abdón y Juana Francisca fue acontecimiento que hizo historia en la vida apacible y serena del pueblo. Todos bailaron, bebieron, comieron y gozaron que fue un contento, y al filo de la medianoche cuando el alcohol bailaba zarabandas en los cerebros aldeanos, varios corvos salieron a relucir con instintos homicidas. Los soldados de la rural, con todo y que eran los más bolos, estuvieron prestos a poner paz y sosiego, utilizando su argumento infalible de los planazos administrados con el colling.
Para los novios, la noche era hasta transparente y las estrellas incendiaban toda la bóveda del cielo, haciendo nacer ensueños recónditos en el alma, la música de los acordeones y las guitarras estaba a tono con la dulce melodía que les brotaba del corazón, y les sonaba a epitalamio la suave cadencia de las aguas del arroyó que se arrastraban como pidiendo silencio a la naturaleza, ante los sagrados ritos que se oficiaban en el altar de Eros…
El cambio que se operó en la vida de don Abdón fue súbito. Nadie se explicaba qué encendidos regocijos hicieron erupción desde la arcilla de su alma. Nadie pudo explicarse cómo aquel varón sereno, reposado, parco y sobrio, se volvió conversador, chucano y hasta amigo de empinar el codo en las tardes armoniosas de los domingos, mientras en rueda de amigos veían que el sol se ocultaba rodeado de un incendio soberbio y arrobador. Se percibía a las claras que el amor iluminaba al solterón con su lámpara de maravilla y que la dicha, haciéndole cosquillas en el alma, le aligeraba la lengua y lo hacía comunicativo y saleroso.
—Aja, don Abdón, y ¿qué tal le ha ido—le preguntaba más de algún vecino.
— ¡Perfectamente! ¡Perfectamente! La Juana Chica es un contento pa cocinar. ¡No se imagina el sabor que le da a las «tortillas» cuando las redondeya «con el cariño de sus manos»!
— ¿Y las milpas cómo caminan, don Abdón?
— ¡Ay, amigo! ¡El maizal está que se viene al suelo de guapo! ¡Esta Juana Chica — ¿sabe usted? me ha «traído» la macolla ‘e la buena suerte! ¡Imagínese tantito que sólo le dije que me le pasara las manos por encimita al maíz de la siembra y la milpa hasta puja de rolliza y de prometedora! ¡Y no crea que esto es todo, este año no han habido ni zanates ni chequeques y de seguro que también se irán muy al diablo los mapaches y los tepezcuintles!… Y como alguien observara que todos lo veían gordo, rozagante y hasta parrandero, don Abdón decía con una risa jocunda que se le extendía desde una oreja a la otra:
— ¡Es que la Juana Chica me cuida como si fuera el Cura!… ¡Me hace buenos fritangos en el desayuno; me da chilate, a las once me ofrece las mejores cosas en el almuerzo y en la cena y por la noche es tan tibia y tan suave que parece que con ella se hubiera metido el verano!… ¡Ah!… ¡Y lo que es para aquellos cuentos… la Juana Chica es mejor que una maquinaria!…
Y feliz el enamorado marido, daba todas las señas y detalles de su cara mitad. Se volvía prolijo puntualizando las circunstancias más íntimas, describiendo las maneras de amar de su esposa, las mil habilidades culinarias que poseía, las bendiciones que sobre el ganado había hecho caer desde el momento en que tuvo que entenderse con las vacas y los terneritos, en fin todo lo que tenía relación con su nueva vida pletórica de sencilla y noble felicidad.
Juana Francisca era en realidad atractiva. Morena la tez y negro, negrísimo el cabello, exhibía unas formas castizamente arrebatadoras, y dejaba traslucir, al verle la carnosidad húmeda de los labios, la promesa de las más ardientes caricias y de los besos dados con furia, con furia y con voracidad de incendio. Su andar era casi una proclama revolucionaria por los anhelos y las ansias que hacía nacer en quienes la veían, y más de algún mocetón, si no hubiera sido por el respeto que le inspiraba el marido, se hubiera sentido con los impulsos necesarios para tumbarla uno de tantos días en que ella llegaba hasta el río para producir también tentación en los inmaculados y cristalinos espejos del agua.
Todos en el pueblo se desvivían en las fiestas del sábado por bailar con la Juana Chica. Cuando danzaba se unía tanto al compañero, que éste sentía sobre el pecho la doble presión de los senos redondos y cálidos, y en la cara, el aliento agitado de un cuerpo que tenía dentro de sí mucho de volcánico y de tormentoso. Al día siguiente, muy de mañana, la Juana Chica pasaba muy humilde, con dirección a la iglesia y luego regresaba más humilde aún, menos provocativa, más sosegada…
Don Abdón no bailaba. Permanecía siempre junto con sus compadres y amigos de la misma edad suya haciendo el elogio de las grandes cualidades de su esposa:
— ¡Vean, señores!, la Juana Chica tiene unas piernas que… ¡Para qué se los
vaya decir! ¡Hay que vérselas para convencerse!
Y ante el asombro boquiabierto de alguno de los asistentes, continuaba:
— ¡Aquí, ve— y se señalaba el punto —aquí tiene la Juana Chica un hermoso
lunar como no lo tiene ninguna mujer….!
Luego bajaba la voz, para darle misterio al asunto:
— ¿Saben qué le dijo el cura el otro día?
— ¡Aja! ¿Qué le dijo?
— ¡Que él ya no quería confesarla porque lo abrasaba con las palabras cuando le comunicaba sus pecados!
Todos en el pueblo empezaron a reírse del buenazo de don Abdón. Ya era familiar en todo sitio su plática destinada a levantar un monumento de elogios para la gracia sin igual de la Juana Chica, y todo el mundo se acostumbró a ver en el nuevo hogar la mansión de la dicha y la armonía, sobre todo cuando él, enloquecido de júbilo, empezó a contar que su esposa padecía de mareos, que había manifestado algunos antojos y que todo hacía suponer que se hallaba interesante.
Por esos mismos días el padre cura, un mocetón que a la legua denunciaba la vivacidad de su temperamento se trasladó a otro pueblo dejando un vacío difícil de llenar. Decían todos que era un excelente confesor y que sus exhortaciones, sus consejos y hasta sus exorcismos constituían la mejor defensa contra las mil acechanzas del pecado y mañosas tentaciones del maligno. Todos recordaron que a Bartola él le sacó del cuerpo los malos espíritus y que desde entonces no había vuelto tener aquellas convulsiones y aquellos estremecimientos que antes la atormentaban…
Un varoncito llegó por fin al despertar de un día de mayo y cuando don Abdón se enloquecía contando que era su copia exacta, sus amigos más íntimos, los que más lo estimaban, sentían, quizá por inspiración diabólica, que les bailoteaba delante de los ojos el vivito retrato del Padre Adrián.
(Víctor Cáceres Lara)