Ayer releía un viejo debate -que por cierto me provoca mucho disgusto- sobre la forma en que don Angel Zúñiga Huete se refería a Don Rafael Heliodoro Valle. Es posible que más adelante decida contar un poco más al respecto, aunque -sinceramente- no creo que valga la pena. Sin embargo, lo que sí les traigo este día es un relato de don Rafael Heliodoro que sale de su libro “Anecdotario de mi abuelo”:
A los conquistadores les causó admiración el modo de razonar de los caciques.
Todos sabemos lo que Atahualpa dijo al Padre Valverde cuando este capellán quiso cristianizarlo, y es famoso el discurso libertario que Nicarao dirigió a su gente cuando Gil González Dávila pedía canoas para surcar el Lago.
Aquí en nuestras montañas también tenemos indios que, sin saber lo que es un silogismo, se defienden con gentileza verbal cuando el blanco se los quiere engullir. Y en apoyo del aserto, se me ocurre hablar de Pedro, el jefe de los jicaques que habitan la Montaña de la Flor, en el departamento de Yoro. Si por caso me equivoco, el escritor Balester, que tiene espíritu de investigador saldrá a mi defensa, puesto que bien conoce esa tribu y le ha dedicado una página de justicia.
Un misionero protestante hizo la visita de aquella comarca, en busca de prosélitos. Como es de rigurosa ordenanza, el evangelizador tuvo con Pedro la primera entrevista, y, después del exordio, el cacique le preguntó cuáles eran las doctrinas que les iba a predicar. El misionero disertó sobre los mandamientos de Dios que están inscritos sobre grandes tablas: El quinto, no matar, el séptimo no hurtar, el noveno no desear la mujer de tu prójimo…
Se irguió el cacique jicaque, ostentando la antigua altivez de sus antepasados, y por toda respuesta arguyó al evangelizador:
Nosotros no queremos esa tu religión, porque a nosotros nos va bien como estamos. Vos decís que no se debe matar y ustedes tienen guerra casi todos los años para cambiar de Presidente, y que no se debe robar lo que no es de uno y ustedes cuando hay guerra vienen a esta montaña a llevarse desde el maíz hasta los aparejos; y que no hay que pensar en la mujer que es de otro y el otro día vino el Comandante a llevarse a la fuerza una de nuestras mujeres. Nosotros, somos muy felices sin esa su religión: sembramos nuestras milpas, criamos nuestras gallinas y nos bañamos en el río todas las mañanas…
Y ahora, usted también lo sabe.