Hace ya algunos días que no retomaba el hilo del libro de doña Doris Zemurray Stone, de cuyas “Estampas de Honduras” sale esta nota acerca de nuestra antigua isla de Meanguera, o Mianguera como ella la llama:
No obstante, en general, el XVII fue un siglo desdichado. Era la época de los piratas franceses, holandeses e ingleses;
bucaneros ingleses, entraron al interior, saquearon San Pedro Sula, y en combinación con los grupos de mosquitos, llevaron sus depredaciones muy arriba del río Ulúa. Las rapiñas rindieron. A más del metal que podían atrapar, al ser éste conducido desde las sendas del interior para ser embarcado a España, había más de veinte leguas (sesenta millas) de prósperas haciendas a lo largo del rico valle. Allí podían tener los invasores la certeza de renovar sus insuficientes provisiones con los artículos de primera necesidad como el maíz y el maní, y dulcificar su dieta con una incontable variedad de vegetales y frutas tanto de origen europeo como indígena. No solamente el norte sufrió. Las islas de la Bahía de Fonseca en el sur fueron también atacadas. Joyas de la iglesia, propiedades privadas, el ganado, las gallinas, los vestidos y hasta las mujeres fueron robados y éstas vejadas. Los indios que habitaban la isla de Mianguera quedaron desamparados. Apelaron a Tegucigalpa solicitando permiso para establecerse en tierra firme a fin de que se les relevase del gravamen de sus tributos hasta tanto pudieran plantar y levantar sus cosechas. Las autoridades estaban desesperadas. Del lado del Pacífico no quedaba más que una cosa por hacer. El agua potable siempre había escaseado. Era necesario arruinar los pozos de la isla. Después de esto destruir las casas y hacer desaparecer toda clase de comodidades y de cosas esenciales para que no quedara nada que pudiese tentar a los merodeadores, pero el problema era el lugar en donde se instalaría la gente desplazada. En la provincia de Choluteca, que ahora formaba parte de Tegucigalpa, se encontraba el asiento del que otra vez fuera un gran poblado indio llamado Nacaome. Estaba situado en las riberas de un río que no era navegable pero que en las inundaciones anuales arrastraba limo fresco y fértil hacia el angosto valle que lo rodeaba. A más de este favorable aspecto agrícola, pasaba a la par el camino real que llegaba desde Cuscatlán y San Miguel, en lo que ahora es El Salvador, siguiendo hacia Nicaragua y Costa Rica. Ese era el sitio ideal. No había siquiera el inconveniente de habitantes locales que pudieran chocar con los que llegaran. Años antes del arribo de los españoles, los Chorotega Mangue se habían establecida aquí en la franja del territorio lenca y ulva. La historia no ha podido precisar si las guerras o las enfermedades diezmaron la población; sin embargo, cuando el gobernador de Tegucigalpa buscó una región en donde instalar a los indios de Mianguera, se encontró con que sólo cinco personas vivían allí, tres de las cuales eran de una lengua y dos de otra. Aquella era una oportunidad dorada. Podía quedar abierto un nuevo poblado en el trayecto de una ruta importante. Estaba lejos de la costa asolada por los corsarios, y no había pleito sobre terrenos o propiedades. Nacaome comenzó de nuevo a surgir y el sur ganó otro centro de vida. Sí; era sensato apartarse del mar. Abundante era el alimento que podía producirse en las tierras altas en donde hasta el clima era más agradable. Constantemente el gobernador de Comayagua escribía al Rey. Si la provincia de Honduras había de continuar próspera, se necesitaba fortificaciones en la costa. No importaba que la Corona hubiera cerrado el Tribunal de Gracias trasladándolo a Guatemala a causa de las incesantes pugnas sobre leyes y poderes. Estos eran asuntos de familia, español contra español, cristiano contra cristiano. Pero los piratas británicos, los que mayor número de saqueos habían llevado a cabo, eran extranjeros, aunque tan buenos como cualquier gentil lo era. Era urgente la protección para la provincia de Comayagua así como para toda la Capitanía General de Guatemala. Sin embargo, ésta no llegó rápidamente. Un proverbio español dice que los «asuntos de palacio van despacio». Y a pesar de las peticiones desesperadas ante el Rey, en realidad los poblados y puertos hondureños encontraron poca ayuda.
Y ahora, Usted también lo sabe.