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OTRO RELATO DE LA MUERTE DE LEMPIRA

Aunque la historia que nos cuenta este día doña Doris Zemurray Stone no es nueva, su forma de relatarla y los detalles que nos brinda, bien valen la pena de compartir:
Ante el enemigo común, los hombres de Alvarado y de Montejo unieron sus fuerzas. Pero a pesar de la ayuda adicional enviada desde El Salvador y Guatemala en forma de materiales de guerra y soldados, no se llegó a un resultado satisfactorio y comenzó a parecer como si la frontera española tuviera que prescindir de la región del oeste lejano.

Muchos eran, sin embargo, los artificios de los ambiciosos sin escrúpulos. Habían pasado seis meses de lucha. Emisarios enviados por los españoles a suplicar un tratado de paz habían sido muertos rápidamente. Cáceres estaba desesperado. Parecía como si Olancho fuera siendo empujado cada vez más lejos. Las respuestas del caudillo de cuarenta años a cualquier intento de negociación eran arrogantes y definitivas. «Rehuso obedecer a otro señor, o aceptar una ley que no sea la mía, o tener otras costumbres que las que tengo».
El único remedio era llevar a cabo un plan traidor. Se envió un soldado a caballo para que hablase con el cacique. Se fue solo en un caballo blanco y aparentemente desarmado. El animal tenía que impresionar a los indios al verle trepar por la ladera. Había una cosa que recordaron los españoles. Los nativos apenas conocían los caballos. El soldado hizo una llamada a Lempira, quien rápidamente apareció arriba en el trillo, de pie, majestuosamente, con su cabeza coronada por un yelmo de plumas. Tan pronto el español comenzó a hablar de paz, el indio principió a vociferar. «La guerra no cansa a los soldados ni los asusta, y el que puede hacer más es el que gana», gritaba.
El caballo fue acercándose poco a poco. Tras el cacique estaban muchos de su compañía ataviados con insignias bélicas, escudos de caña, pieles de jaguares, pumas y venados, y alegremente vestidos con plumas de águilas y otras aves, contrastando grandemente con la sombría armadura de algodón acolchonada de su jefe, mientras atisbaban la llegada del jinete. Duró apenas unos pocos minutos la conferencia; mientras que el espacio entre los dos personajes se iba reduciendo cada vez más, sonó un disparo de mosquete. Lempira rodó sobre el acantilado al recibir una bala que le atravesó la frente.
Los indios estaban frenéticos de ira, perdiendo completamente la cabeza. Era malo en demasía que los blancos tuvieran armas de fuego, pero el tiro que mató a su jefe había partido de un hombre a caballo y sin armas. Brujería y maldad soplaban en el viento. No podían saber en su pánico repentino, que otro soldado con un arcabuz, se había escondido tras las ancas del animal. Los nativos cayeron en abatimiento. Ya era tiempo, ciertamente, para rendirse.
Y ahora, Usted también lo sabe.

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