¡DURAZNOS!

Vamos a continuar con la lectura de ese maravilloso libro de don Froylán Turcios, “Anecdotario Hondureño”, que nos relata su encuentro con esa deliciosa fruta que también cuento entre mis favoritas:
De los duraznos, de esas frutas de oro tan bellas y de un perfume tan delicado, conservo dos sonrientes recuerdos de mis primeros años. Siendo todavía un niño acompañé a mi padre en un viaje a La Paz, en donde fuimos huéspedes de nuestro amigo, Dr. Manuel Colindres.


Ya en la sala, en la primera hora de la llegada, púseme a leer los títulos de gran número de libros con ricas pastas brillantes en un escaparate de caoba, cuando sentí un olor desconocido. No había allí ninguna flor, pues Chabelita, la linda niña de la casa, más o menos de mi edad, iba en ese instante por el patio como una blanca sombra. ¿Qué producía aquel aroma tierno? ¿Aquella sutil fragancia? Indagando, levanté la cabeza y vi sobre un pequeño plato azulado, en lo alto del estante, una fruta redonda y amarilla con ligeras estrías de rosa. Absorto hallábame mirándolo, cuando sentí el brazo de don Manuel sobre mi hombro.
-¿Le gustan los duraznos, amiguito?
-Nunca los he comido. En Olancho no se conocen.
Lo tomó, poniéndolo en mi mano.
-Ya verá cuánto van a gustarle.
Cuando yo tenía quince años estuve durante algunas semanas encargado de contestar la correspondencia personal del ministro de Guerra, doctor Rosendo Agüero. Tenía mi pupitre cerca de su escritorio en el pasillo del palacio viejo, cuyas ventanas dan a La Isla y a Comayagüela. Una mañana, mientras yo hacía elegantes trazos con la hermosa letra que debo al inolvidable maestro Flores, llegó don Rosendo pelando con su cortaplumas un magnífico durazno. Mi olfato, de una extrema sutilidad, atrapó al instante el débil olor e inconscientemente íbanse mis ojos hacia la preciosa fruta.
Al apercibirme de la comprensiva y cordial sonrisa de mi jefe y amigo, apenado bajé la cabeza y proseguí en mis tareas caligráficas. Pero él, con aquel instinto generoso siempre vigilante hasta en el menor de sus actos, me ofreció el durazno ya sin su corteza y, como me negara a cogerlo, “Tómelo, me dijo, yo tengo otro en el bolsillo. Vienen de La Esperanza y su sabor es delicioso.”
Y ahora, Usted también lo sabe.

 

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