Del libro de don Froylán Turcios, Anecdotario Hondureño, sale nuestro programa de hoy:
La pena de muerte se restableció en Honduras a finales del primer gobierno del general Manuel Bonilla, debido a todos los crímenes atroces que se cometían en toda la república. Decretada esta terrible sanción, el presidente declaró que la haría efectiva aún cuando fuera contra un miembro de su propia familia.
Indalecio Cruz, oriundo del pueblo de San Francisco de Becerra en Olancho, fue el único que sufrió aquel castigo. En estado de embriaguez, cosa en él anormal, acometió una noche a unas personas de una casa vecina a la suya, con quienes tenía enemistad, matando a un hombre e hiriendo gravemente a una mujer. Condenado a la última pena, fueron inútiles los esfuerzos que se hicieron para salvarlo. Un gran número de damas distinguidas entre quienes iba una virtuosa señorita a quien amaba el mandatario, se presentó en palacio para suplicarle, con patéticas frases, que conmutara la atroz sentencia. Pero él se negó a recibirlas, para ahorrarles la aspereza de una negativa.
En el instante en que Indalecio marchaba al suplicio, con admirable valor, fumándose el último puro, al pasar la fúnebre comitiva por el puente Mallol, su madre, sollozando con horrible desesperación, acudió por quinta vez, ávida de hablar con el gobernante. Pero la guardia le impidió el paso y algunas gentes piadosas se la llevaron, procurando en vano consolarla.
Yo vI a aquella infeliz gemir y gritar como una loca, con los ojos extraviados por el más cruel de los tormentos. La veo todavía con las manos implorantes, caída en tierra de hinojos, pronunciando palabras humildes y cubierta de lágrimas.
Acaeció un incidente lamentable. Por teléfono llamaron a la secretaría presidencial pidiendo que no se fusilara al reo dentro del cementerio, lo que constituiría un sacrilegio. Con el anteojo se vio entonces que el cortejo iba ya cerca del fúnebre recinto. Vea Froylán, me dijo el general Bonilla, ordene a uno de los oficiales que están en el pasillo que a la mayor velocidad alcance al jefe que va a mandar la ejecución para advertirle que ésta debe llevarse a término junto a las paredes exteriores del camposanto. Partió el hombre a todo correr, llegando en el instante en que el grupo armado penetraba en la necrópolis. A sus voces, todos los concurrentes volvieron hacia él la cabeza, inclusive el reo y, como él, todos debieron de pensar que se trataba de un indulto. Era el desventurado todavía joven y la vida es tan grata. Hoy, después de tantos años, todavía siento como una punzada interior, la angustia que entonces embargó mi ánimo imaginándome aquel intenso minuto de esperanza, en la clarísima tarde, ante la negra puerta de la tumba.
Y ahora, Usted también lo sabe.