Nuestro máximo poeta, don Juan Ramón Molina, también nos dejó el siguiente escrito sobre la Semana Mayor:
Se aproxima la Semana Santa, la fiesta religiosa más solemne del año. Todos se preparan para lucir sus ropas nuevas. Hay gran tráfico en los almacenes de la población, que, dicho sea de paso, van quedando pocos en poder de los hijos del país. El comercio extranjero nos invade, arrasando con la tienda tradicional, mezquina y polvosa. Es de costumbre,
en esta ocasión, que las casas se blanqueen. Las acres emanaciones de la cal fresca, bañando las paredes a grandes brochazos, que salpican las aceras de lluvias lechosas; el perfume capitoso de las flores de coyol, que empiezan a llegar; un no sé qué de triste que flota en el aire caldeado por un sol ardiente, todo nos recuerda, por extraña vocación, la niñez lejana, la fe perdida para siempre. Llenan la mente mediodía de llamas; trajes y sombreros nuevos; hojas de palmera; altares pobres y deslucidos; lluvias de flores de coyol; procesiones lentas y solemnes; matracas voltijeando pesadamente ángeles rosados y resplandecientes en andas; sermones gangosos sobre muchedumbres de rodillas; la Virgen con los siete puñales; el Cristo exangüe y sangriento; descendiendo de la cruz, amortajado en la vitrina. El silencio profundo, la gran melancolía de la angustiosa noche del viernes santo, luego la gloria del sábado, la procesión triunfante del domingo de pascua, a la luz matinal, bajo el cielo alegre sobre la multitud risueña. El alegre repiqueteo de las campanas, el Nazareno en apoteosis, cortinas multicolores, mujeres bien trajeadas, la vida social que renace. Todo esto evoca uno al aproximarse la Semana Santa. Para los que hemos perdido la fe, por nuestros devaneos con la filosofía y la ciencia, nos queda, como don precioso, la poesía del recuerdo, el grato espejismo de la infancia.
Y ahora, usted también lo sabe.