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UNA ORACIÓN CON EL PADRE REYES

Este día les traigo un relato que, con los ojos inocentes de su niñez, nos dejó don Ramón Rosa sobre el Padre José Trinidad Reyes, en su libro “A la juventud hondureña, de su viejo amigo Ramón Rosa”:

Transcurría el año de 1854. En una pequeña casa, situada al costado de la extinguida iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, comunicada con el templo por medio de la sacristía, se deslizaban risueños los días de mi infancia. Los sábados me causaban grande alegría, porque se celebraba en la vecina iglesia la misa de la Virgen. Al despuntar el alba, despertaba casi asustado por los bulliciosos repiques que convidaban a los fieles. En ese estado indeciso, intermedio de la vigilia y el sueño, recordaba que tenía un amigo cariñoso en la sacristía, y encaminábame a verle, sin ocuparme en perseguir, como otras veces, a los gorriones que revoloteaban en torno de las flores de un hojoso limonero que ornaba el estrecho paso de mi humilde hogar. Todo lo dejaba, sin sentimiento, por encaminarme ligero y alegre a la sacristía, que una mano amiga me dejaba entreabierta.

En el umbral situaba mi observatorio, y, ansioso, a cada momento asomaba la cabeza, para ver a mi amigo. De ordinario, veíale arrodillado, inmóvil, ante la dulce imagen de la Virgen, que, iluminada por la incierta luz de la mañana y por dos velas de amarillenta cera, destacábase sobre una peana cubierta de rosas, de dalias, de nardos y de jazmines. Largo rato permanecía en aquella actitud, con la vista enclavada en el suelo y absorto en fervorosa y purísima oración. Por fin, volvía los ojos, dejábalos con amor infinito en el rostro divino de la Virgen, y, de allí, dirigía una mirada suplicante al azulado cielo, que dejábase ver a través de una pequeña ventana, cuya madera envejecida mostraba la carcoma del tiempo.

Concluida la oración, aquel hombre piadoso se levantaba con profundo respeto. Entonces, yo asomaba nuevamente la cabeza y hacía ruido en la puerta, para que advirtiese mi presencia. Conocedor de mis pueriles ardides volteaba a ver, y a mi sonrisa de niño correspondía con tierna sonrisa paternal. Me llamaba con un ligero movimiento de mano, que a mi me parecía , aunque no formulaba la idea, cariñoso aleteo del ave que llama a su polluelo.

Yo acudía, saltando, y él me apretaba la cabeza entre sus manos, y me hacía caricias, que me agradaban mucho más, cuando, al despedirse, me daba golpecitos en la cara y me regalaba nardos y claveles, que me decía eran “flores de la Virgen”, y, por añadidura, algunos centavos para mis juguetes.

Y ahora, Usted también lo sabe.

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