De las páginas de los Anales del Archivo Nacional tomamos nuestra historia de hoy: Se han tributado los últimos honores a las cenizas del genio, del ínclito Morazán. A los dieciséis años de su infausto fallecimiento ha venido a cumplirse su última voluntad expresada en los momentos más solemnes, al despedirse del mundo y de los hombres; se ha cumplido aún más allá, porque verificada la exhumación de los restos mortales de su virtuosa consorte se han encerrado con los suyos en el propio mausoleo, unidos como existieron en el mundo y como deben existir en el cielo.
El 14, como estaba dispuesto, ingresaron los restos a esta ciudad, conducidos por el coronel don Juan Antonio Chica y custodiados por el batallón de Cojutepeque. Era un espectáculo sublime y doloroso. El negro carruaje en cuyo centro venía la urna cineraria y el testero ocupado por el conductor, coronel Chica, lentamente tirado por dos caballos blancos enjaezados de negro y por cuatro jefes militares de los que sirvieron al difunto general, que tiraban de cordones que desprendían del carro fúnebre. Así llegó hasta la iglesia de Concepción, donde la esperaba el gobierno, sus empleados civiles y militares y un numeroso vecindario de luto riguroso. El 16 amaneció triste para los salvadoreños, día destinado para las honras fúnebres de su héroe distinguido. Al efecto la gran comitiva que se reunió en la casa de gobierno (compuesta de todos los empleados de la administración y un gran número de vecinos y antiguos militares que la suerte ha hecho sobrevivir a su caudillo) se movía dirigiéndose a la iglesia de Concepción, donde el coronel Chica reunió en su carroza de luto las dos urnas y con la mayor pompa, solemnidad y decoro, las condujo a la catedral con un acompañamiento numerosísimo y lucido. Su señoría ilustrísima, con su clero y su excelencia el general presidente con sus empleados, acompañaban el carruaje mortuorio, un numeroso y consternado pueblo obstruía las calles que estaban colgadas de luto, sembradas de arcos y empavesadas con gallardetes negros y blancos. La fuerza marchaba con armas a la funeral detrás de los restos. En el centro de la basílica se elevó una suntuosa pira, obra perfecta en su género, era un foco de luz. En su centro se depositaron las urnas. Trofeos militares rodeaban el catafalco, en que lucía el uniforme del general Morazán, su espada de soldado y su bastón de autoridad suprema. El pabellón nacional ocupaba allí un lugar preferente, enrollado y con la corbata de luto conforme a ordenanza. Así se cumplió el deseo de nuestro héroe de ser enterrado en El Salvador, llevándose a cabo su segundo entierro dieciséis años después de su muerte.
Y ahora, usted también lo sabe.