Puede que sea el calor o el deseo de ver a nuestra Honduras nuevamente fresca y verde, como en otros tiempos, pero sigo con los escritos de don Rafael Heliodoro Valle en la mente. De sus “Tierras de Pan Llevar”:
Muy de mañana, cuando ya la pájara había dado el desayuno a su pájaro, me iba con Bernardo al río. Niebla azulecida, hierbabuena deshecha de amor en el patio de Minga, los girasoles jugando al caballito en las rodillas de la barda abuela. Nos íbamos al río.
Estaba una niña, estaba…En la poza, según decían las viejas, había una sirena de cabellera de oro, que en las noches de luna daba gritos lastimeros porque se veía tras el pecho de cristal marino la joya viva del corazón. Le queríamos ver el tornasol legendario y nos metíamos al agua, zambulléndonos como los buzos que andan buscando perlas, y nos acordábamos de aquel rey indio que en la fiesta de las canoas arrojaba al lago su cuerpo untado de aceite y espolvoreado de oro. Más la niña no estaba.
Entonces íbamos río abajo, hacia la sombra de un amate donde se daban cita los clarineros. ¡Pájaros de cuento los clarineros que coqueteaban en el amate aquel! Alzaban la cabeza para beber luz y cantar, y se ponían pequeñuelos en el éxtasis, azules con todo el azul del día, alegres hasta la desesperación, porque eran los pajaritos que cantaron en la alborada antigua.
Y cuando nos trepábamos al amate para atrapar uno siquiera, se nos iba de la mano entre una ovación de risas. Mi ilusión era tener junto a mí, en un alcázar de carrizo, uno de aquellos músicos salvajes que levantaban los ojos cada vez que les alborotaba el arrullo…
Ya era casi el mediodía, y nosotros andábamos por el arenal, la cama al sol y el corazón haciéndose espuma en el río…Volvíamos a casa con la camisa desgarrada, sin haber dado razón de la sirena, pero seguros de que ella había echado en la poza los primeros pescaditos, y así lo aseguraban aquellos clarineros.
Y ahora, Usted también lo sabe.