Esta anécdota, que tomo del “Anecdotario Hondureño” de don Froylán Turcios, nos sirve para aquilatar el tipo de valores y sentimientos que cobijaban nuestros abuelos y la forma muy particular en que se escribía a principios del siglo pasado:
Don Francisco Barahona y su hermano Manuel las dos grandes figuras de la heroica revolución de Olancho, muertos trágicamente, tratábanse con la confianza más absoluta. Su mutua afección hacíales inseparables. Manuelllegaba a casa de su hermano mayor como a su propia casa. Acostábase a leer o a dormir la siesta en la hamaca del corredor, jugando otras veces con su sobrina de pocos años, y, con frecuencia, comía allí por las tardes.
Don Francisco estaba casado con mí tía-abuela materna, Nicolasa Valenzuela, mujer de carácter audaz (hermana de María Antonia Valenzuela, dama de notable ingenio, que hizo representar en Juticalpa dramas y comedias, que escribía versos, y que fue la más ferviente impulsadora del movimiento revolucionario contra el despotismo de Medinón). Cierto día se le perdió una onza de oro que usaba como mascota, lo que le produjo gran contrariedad. Después de buscarla en vano por todas partes, le dijo a su marido:
Yo creo que tu hermano se cogió mi moneda.
¡Cómo! ¿Estás loca? ¿Calificas a Manuel de ladrón? ¿A que no te atreves a repetirlo en su presencia?
Sí lo repetiré en su presencia. ¡Ya lo veremos!
Mientras cenaban llegó Manuel, y don Francisco, después de hacerle sitio en la mesa para que se sentara, le saludó con estas palabras:
¿A que no te imaginas el concepto que tiene de ti Nicolasa? No. ¿Puede saberse cuál es?Dice y repite que tú le robaste su mascota de oro.
A la luz del quinqué le vieron palidecer hasta quedarse lívido. Miró a su cuñada fijamente con extraña expresión y, levantándose en silencio, salió de aquella casa para no volver jamás a poner en ella los pies.
Cuando apareció la pieza perdida en el fondo de una cómoda, mi tía-abuela le envió una carta rogándole que olvidara su estúpida ofensa; pero él se la devolvió sin abrirla. Y, al encontrarle una mañana en la calle, intentó retenerle. El joven caudillo popular volvió la cabeza como si no la conociera.
No la perdonó ni en el momento de ser fusilado en la plaza de Juticalpa.
Y ahora, Usted también lo sabe.
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