Este pedacito casi desconocido de nuestra historia sale de las páginas del libro de don Rafael Heliodoro Valle, Tierras de Pan Llevar:
Aquí está, en otras palabras, el mitológico pasaje que en su historia nos da Milla. Refiere el “Isagoge Histórico Apologético” que el famoso reino de Payaquí, que otros llaman de Hueytlato, tenía por metrópoli a Copantl, residencia del último rey tolteca Topiltzin Axitl, aquel que dirigiendo a los que escaparon del hambre, la sequía y la peste que asolaron su reino en el siglo XI, los hizo reposar en el país de los pinos.
Sin duda que Copantl fue la más populosa ciudad que había en 200 leguas a la redonda, antes de la llegada de los “teules” de ojos azules. Una planicie, ancha como un afán, le servía de asiento. Gozaba de un clima de bondad y se permitió hablar a los hombres de hoy con el idioma derruido de sus calzadas, sus murallas, sus edificios y sus piedras tumulares. A las puertas de la ciudad prócer presentóse una vez, ya cayendo el sol, un anciano de barba blanca, pidiendo albergue en una casa, y como se lo negaron, acudió a otros umbrales donde le dieron de comer y beber. Cuando se despedía rogó a quienes lo habían hospedado que abandonaran la ciudad en cuanto les fuera posible, porque estaba próximo un terremoto que iba a reducir a pavesas la ciudad inhóspite. El sol del día siguiente alumbró la hecatombe, mientras las piedras se crispaban de pánico lanzando lamentaciones humanas, y refiere el cronista que la maleza amortajó el cadáver de aquella ciudad.
Están allí los restos del acueducto monumental que se comunicaba con otro cuya longitud nadie sabe y desembocan los dos en el río de Copán, pudiendo contemplarse en los atardeceres, desde un agujero de las ruinas, el panorama en que las aguas hacen resbalar su azulada pereza. Y añade la tradición que un hombre encontró en uno de los acueductos a una mujer de arqueológica hermosura, quien le contó que ha de salir de su encantamiento el día en que todas las piedras de las ruinas vuelvan al sitio en que las dejaron los reyes de Payaquí. En vano ha de seguirse oyendo la dulce lamentación, pues no han de poder desencantar a la misteriosa criatura ni los conjuros de los poetas ni la bella elegía que Mr. Stephens, el audaz viajero que osó desflorar el enigma de aquel paraíso, le consagró en páginas que tienen la hermosura de las parásitas en sepia.
Así como a Copán, el viajero se detiene a ver la tierra sagrada de Tenampúa, que está en una altiplanicie de las montañas de Comayagua y solo es accesible por una entrada natural, como los antiguos peñoles en que se refugió la resistencia inútil del cacique. Aún están las casas truncas, los castillos sepultos, los palacios de los indios que se vestían con pieles de tigre, lanzaban flechas para conocer los presagios y se ponían a danzar de cara al sol hasta verle morir. Adoraron los ídolos, cocieron la arcilla, labraron en el pedernal sus trofeos de heráldica y en la piedra de moler transfiguraron el maíz en la “manduca” sabrosa que 200 años más tarde gustarían los conquistadores.
Y ahora, usted también lo sabe.
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