Elogio de Francisco Morazán, de Vicente Sáenz, es el texto de donde tomo hoy una de las tantas versiones que hay acerca de los motivos personales que llevaron a la muerte prematura de nuestro General Morazán en Costa Rica. El portugués Antonio Pinto, personaje encargado del martirio, se justificaba:
Y en pugna con lo que afirmó líneas arriba, acerca de la actitud respetuosa y silenciosa de los josefinos, cae entonces en asegurar que el pueblo, que “la numerosa plebe en armas”, tenía ya decretada y exigía la muerte de Morazán y Villaseñor. Pero eso es poco, según el autor en referencia, porque las turbas “si no se ejecutaba sin dilación a los dos jefes vencidos”, harían en la noble metrópoli costarricense una degollina general.
Nuestros antepasados, pues, nuestros coterráneos capitalinos -así los presente el historiógrafo máximo de por aquellos lares- “se iban exaltando, más y más, a medida que pasaba el tiempo, sin que se resolviera el asunto”.
Y a tales extremos llegó aquella tremenda y nunca vista exaltación, que “el pueblo amenaza con que mataría a todos los prisioneros, a todos los costarricenses morazanistas, sin perdonar a los diputados”, ni al propio jefe de la insurrección, el señor Coronel o General-a posteriori- don Antonio Pinto.
Vale la pena tomar nota de que entre los diputados constituyentes figuraban los más ilustres, los más respetados y respetables varones del país.
Apoyándose en tan incontenible furia popular, que los josefinos no aceptarán como verídica, tenía que resultar muy fácil para Antonio Pinto, y sus defensores de hoy, interpretar a su gusto y albedrío la tragedia de hace un siglo.
“Esa voz terrible -se disculpa Pinto- iba corriendo de fila en fila entre los soldados, y era proferida hasta por las mujeres y por los niños de la manera más imponente, añadiendo que no dejarían pasar el día sin que verificasen su amenaza”.
¡Es decir, la matanza sin distinción de todos los costarricenses morazanistas, en la que tomarían parte hasta las mujeres y los niños!
“En vista de lo cual -sigue hablando Pinto- calculé que en efecto cumplirían (los hombres, las mujeres y los niños) sus promesas; y que en este caso, sin que se salvaran los generales Morazán y Villaseñor, iban a ser sacrificados, de la manera más atroz, todos los restos del ejército federal y muchos costarricenses.
“Tales consideraciones me pusieron en la dura necesidad de ejecutar a Morazán y a Villaseñor, no permitiendo las circunstancias trámite alguno, ni más tiempo que el de tres horas para que se dispusiesen a la muerte”.
Absueltos de esa forma los verdaderos responsables del asesinato de 1842; e inculpado -para su alivio de ellos (sic)- el pueblo de San José, termina con estas palabras su académico trabajo sobre tan sangriento tema el pulcro historiador cuyas palabras comenté al principio: “La ejecución se llevó a cabo en medio de un profundo silencio, hacia las seis de la tarde del 15 de septiembre, cerca de la esquina sudoeste de la plaza de armas, hoy Parque Central.
¿Se advierte de qué manera, a fe cierta extraordinaria, reinó de nuevo el silencio entre la furibunda “plebe en armas”?
Vale por lo menos hacer constar, en las tres últimas líneas de ese estudio, o como quiera llamársele, que Morazán murió de pie, estoicamente, heroicamente, “sin permitir que le vendaran los ojos, dando él mismo las órdenes de mando a los soldados que lo fusilaron”.
Y ahora, Usted también lo sabe.