Fue un aventurero codicioso y pertinaz, le pusieron apodos como filibustero e inmortal, actuó con oportunismo y sin moral, y sus acciones respondieron a un concepto imperialista que consideraba superior al blanco anglosajón sobre el mestizo hispanoamericano. Y, sin embargo, no se trataba del clásico buscavidas o del mercenario sin escrúpulos sino de un titulado en Medicina y Derecho, poseedor de una cultura que le permitió ejercer de periodista y entrar en política… aunque fuera en un país extranjero del que se adueñó por las armas.
Walker fletó dos barcos en los que embarcó a un centenar de hombres pero agentes británicos averiguaron su plan y la Royal Navy interceptó una de las naves. La otra alcanzó el archipiélago de Bahía para asaltar el fuerte de Trujillo, la capital y hacerse con su control sin bajas en agosto de 1860. A continuación declaró el lugar puerto libre y empezó a recaudar impuestos para entregárselos a sus aliados británicos. Sin embargo, la llegada de otro buque de la Royal Navy exigiendo su rendición obligó a los expedicionarios a escapar.
El ejército hondureño los fue acorralando y finalmente los apresó. Curiosamente, Walker se autopresentó ante sus captores como presidente de Nicaragua pero no le sirvió de nada. Sus hombres fueron repatriados y él tuvo que afrontar un juicio del que salió con condena a muerte. Le fusilaron unos días después, el 12 de septiembre de 1860, mientras hacía gala de gran entereza. Aquel singular personaje pequeño, enjuto y algo tímido, fue enterrado con un funeral católico, puesto que se había convertido a esa fe durante su última estancia en EEUU; donde, por cierto, su suerte no le importó a nadie.