Del libro de John Lloyd Stephens, “Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán”, tomamos esta interesante historia de nuestro mayor monumento arqueológico:
Después de muchas consultas, seleccionamos uno de los ídolos y resolvimos derribar los árboles a su alrededor y así dejarlos al descubierto de los rayos del sol. Aquí estaba otra dificultad: no había hacha y el único instrumento que poseían los indios era el machete o tajadera que varía de forma en las distintas secciones del país.
Manejado con una mano era útil para despejar el bosque de arbustos y de ramas, pero casi inofensivo para los grandes árboles, y los indios -como en los días en que los españoles los descubrieron-, se aplicaban al trabajo sin ardor, ejecutándolo con poca actividad y como los niños se apartaban de él muy fácilmente.
Uno macheteaba un árbol y cuando se cansaba, lo que acontecía muy pronto, sentábase a descansar y lo relevaba otro. Mientras uno trabajaba, siempre estaban varios mirándolo.
Yo traía en la memoria el sonido del hacha del leñador en los bosques de la patria y ansiaba algunos muchachos de las grandes laderas de la sierra verde, pero nos habíamos revestido de paciencia y observábamos a los indios mientras cortaban con sus machetes y aún nos asombrábamos de que acertasen tan bien.
Por fin cayeron los palos y fueron arrastrados hacia un lado, se limpió un espacio alrededor de la base, arreglose el bastidor de Mr. C (Carterwood) y se puso a trabajar. Yo tomé a dos mestizos, Bruno y Francisco, y ofreciéndoles un premio por cada nuevo descubrimiento, con una brújula en mano partí en gira de exploración.
Ninguno había visto los ídolos hasta la mañana de nuestra primera visita, cuando ellos siguieron en nuestra comitiva para reírse de los ingleses. Pero muy pronto mostraron tal interés, que los puse a mi servicio. Bruno atrajo mi atención porque admiraba, según supuse, a mi persona. Pero luego averigüé que era por mi casaca, una larga blusa de cacería, con muchas bolsas, y él dijo que podría hacer una igual, exceptuando los pliegues. Era sastre de profesión y en los intervalos de una gran tarea en una chaqueta trabajaba con su machete. Pero tenía un gusto innato por las artes. Cuando atravesábamos la selva, nada se escapaba a su mirada y era profesionalmente curioso en cuanto a los vestidos de las figuras esculpidas. Quedé impresionado con la primera revelación de su gusto por las antigüedades.
Francisco halló los pies y piernas de una estatua y Bruno una parte del correspondiente cuerpo. El efecto para ambos fue eléctrico. Registraron y rebuscaron por el campo por sus machetes hasta encontrar los hombros y la levantaron entera, menos la cabeza, y ambos se mostraban impacientes por la posesión de instrumentos con qué cavar y encontrar ese fragmento que faltaba.
Y ahora, Usted también lo sabe.