Home / La Otra Honduras III Parte / UN PLEITO CON JUAN RAMÓN MOLINA

UN PLEITO CON JUAN RAMÓN MOLINA

Don Froylán Turcios, en su “Anecdotario Hondureño”, nos dejó otro recuerdo del carácter de su gran amigo, Juan Ramón Molina, que nos trae a la memoria aquello de “tanto va el cántaro al agua…”:
Simón Díaz, alto, seco, pálido, era de un carácter burlón y agresivo, que se producía en chistes equívocos y frases cáusticas, subrayados con una perenne sonrisa impertinente. Volvíase insoportable cuando los alcoholes le quemaban el cerebro. 
Blanco de sus sátiras hizo a Molina, quien, en su estado normal, soportaba con mansedumbre las sandeces y malas expresiones, callando o discutiendo sin llegar a encolerizarse. Juzgando cobardía tal pasividad, Simón multiplicaba sus ataques, llevándolos hasta la insolencia.
¿Qué hay de nuevo, Molineja?exclamaba al verle. ¿Has tenido noticias del Ñato? Dicen que en Chinandega le ganaron al chivo hasta sus barbas de Noel.
Deja en paz a mi padre y modera tu lengua. De repente vas a pasar un mal rato conmigo.
¡Jajá! ¡Jajá! ¡Qué Molineja este tan guasón! ¡Y qué levita verde más arriscada la que lleva! De las que se usaban en Guatemala en tiempos de Arce. ¿Quiere vendérmela barata, casi regalada, se entiende, para el Judas del lunes de Pascua?
Y continuaba, sin parar la hebra, en sus necedades.
Pero un día… llegó Molina con medio litro de whisky entre pecho y espalda, amén de algunas otras gárgaras extraídas de la dulce caña. A las primeras interrogaciones de Simón le contestó con tan formidable puñetazo en la cara que lo hizo ver un millón de estrellas de colores, arrojándole sobre una mesa en que doña Delfina exhibía una infinidad de frágiles objetos; yendo a caer, a través de un cancel de manta, sobre la misma señora, que venía de la cocina con una bandeja entre las manos.
El desastre fue superlativo. Díaz, chorreando caldo y sangre nasal, sin recoger los anteojos y el sombrero, intentó huir por la puerta de la calle; pero no pudo lograr su propósito sino después de un aparatoso puntapié en las posaderas que le propinó el iracundo Juan Ramón, entre las carcajadas de los comensales.
Nunca le volvimos a ver en aquella tertulia; y nosotros tuvimos que pagar a la señora el valor de dos gallos de porcelana, tres muñecos chinos de loza, dos garrafas, un juego de tacitas japonesas y otras cosas de mayor cuantía, entre ellas el espejo de marco plateado,
histórico en los ancestros de los Brán, y el gran quinqué de doble mecha que alumbraba nuestras cenas.
Y ahora, Usted también lo sabe.

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